Era 31 de Octubre, en Sevilla. El comienzo de la noche, como suele
ocurrir con las noches o los días memorables, no auguraba nada fuera de lo
común. Tan solo un grupo de amigos en la terraza de la cervecería La Sureña, la
que está junto a la Casa de las Sirenas, lugar de nombre misterioso. Ahora hay
tantas Sureñas y Papelones, las versiones ibéricas del vírico Starbucks, que
hay que ponerles nombre y apellido para distinguirlas unas de otras. La Sureña
es un bar, o sitio, pues no es un bar en el sentido clásico de la palabra, adonde
se va a tomar cerveza barata y cosas para picar (en eso si se aproxima a la
idea platónica de "bar"). Es el punto de salida para los noctámbulos,
un santuario de relax y risas, un jardín zen donde los pensamientos mundanos
quedan acallados por la conversación y las bromas. Éramos cinco, sentados en
taburetes sin respaldo, rodeados por el éter templado de la noche, sin nada que
hacer al día siguiente, sin nada hecho el día anterior, el momento presente lo
era todo. Vladimir, nuestro camarada ruso, charlaba de geoestrategia y política
con Alex, el tiburón del grupo. Mario y Javi liaban cigarrillos y
charlaban sobre una chica de Barcelona. Yo estaba más pendiente de la segunda
conversación que de la primera, porque aunque a veces me vuelva intelectual,
sobre todo si bebo más de la cuenta, suelo ser partidario de la charla natural.
El amor, el sexo, o la amistad son temas más naturales que la política, más
cálidos; aunque debo reconocer que soy de esos que disfrutan las discusiones
bizantinas por la noche.
Toda Sevilla estaba en la calle. La Alameda era un enorme patio de
recreo con cientos de personas yendo y viniendo, chocándose, iniciando una
conversación...¿Quizás también algo más que una conversación? ¿Cuántos romances
brotarían del fértil suelo de la noche, cuántos se perderían en sus sombras?
Las calles eran una bulliciosa imagen llena de misterio y sensualidad, un
alboroto relajante. La ciudad se mostraba en todo su esplendor nocturno,
superior sin duda a su rostro matinal. Bebimos una jarra más y decidimos irnos
al Alameda 84, un pequeño rincón abarrotado. No había sitio para sentarse, pero
compramos unos botellines y formamos un corro de pie, en la calle. Le pedí un
cigarrillo a Javi. A veces me gusta acompañar la cerveza con uno, mejora el
sabor. Apareció entonces otro Javi (como tenemos a varios Javis en el grupito,
a este lo llamaré Javi II) con su mujer recién estrenada, Madi, una chica
americana de Santa Fe. Nuestro buen amigo Javi II iba a emigrar a América, la
tierra de las oportunidades, al más puro estilo decimonónico. Vladi, todos llamábamos
así a Vladimir, y yo empezamos a charlar en inglés con Madi, que todavía no
dominaba el español, y mientras tanto fueron uniéndose más personajes a nuestro
ya bastante extenso corro. Jorge salió por fin de su encierro de estudiante de
ingeniería, uniéndose a la conversación, cada vez más difusa y desinhibida, y
tras él fueron apareciendo amigos y conocidos de amigos, hasta que nuestro
grupito inicial quedó diluido en una compleja red de conexiones sociales abarcando
media plaza. La noche estaba en su apogeo.
Unas horas más tarde la mayor parte de la gente se había ido, y los que
quedamos al pie del cañón decidimos cambiar de sitio e ir al De Arte, un bar
con sillones y una fuente borboteante plantada en el interior, como un detalle
arrancado de una foto y pegado en otra distinta, de otro tiempo y lugar, que no
deja de llamar la atención por lo absurdo de su presencia. La mayor parte de
los sitios de la Alameda ya habían cerrado, o como el De Arte, fingían cerrar echando
la persiana metálica de su puerta, pero por dentro la vida continuaba. Aquel
bar me gustaba. Había algunas estanterías con libros que probablemente nadie
habría leído en años, asientos cómodos, una bastante amplia carta de cervezas y
murales adornando las paredes. Uno de ellos se abría en forma de patio mítico
andaluz, también con una fuente, rodeado de arcos y columnas, pero al aire
libre, en una noche de cuarto menguante frente a un mar apacible y misterioso. Había otro mural justo enfrente. Siempre me había gustado, captando mi atención desde la primera
vez que puse los pies en ese bar. Representaba a una mujer también mítica y
andaluza, con cuello grácil, rizos oscuros como los posos profundos del sexo, y
el gesto extasiado aspirando el perfume de una rosa roja. Con una mano, en cuyo
brazo llevaba enroscado el tatuaje de un dragón, único detalle chirriante en
esa imagen de la mujer nocturna ideal, se acariciaba un pecho, sobresaliendo
alargado y respingón, exuberante, de sus ropas caídas. Me acerqué a la barra y me
quedé mirándola, observando cada detalle durante los minutos interminables que
el camarero tardó en servirme una cerveza. Le dí un trago y me volví hacia la
mesa donde me esperaban Vladi y Jorge, los últimos de Filipinas. La
conversación ya estaba casi agotada, habíamos entrado en los últimos minutos de
la noche, cuando alguien llamó a la puerta. El camarero fue a abrir y la dejó
pasar, aunque al principio ni siquiera levanté la mirada para fijarme en ella,
tan solo escuchaba los sonidos que la acompañaban: un "hola" al
camarero, la puerta cerrándose, sus pasos acercándose...Cuando ya pasaba por mi
lado alcé los ojos y vi que ella también me miraba. Era una chica bella, de
ojos almendrados, marrones pero no oscuros, sino claros, color ámbar, como su
pelo, ligeramente ondulado hasta la altura de las orejas, dejando al
descubierto un cuello liviano como el de la mujer de la pared. Me observó con
un brillo singular, sonriendo solo con la mirada, con los labios entreabiertos,
ligeramente temblorosos, o así se lo pareció a mi mente alborotada. Fue hacia el
fondo del bar, pero yo no me atreví a volverme hasta después de un tiempo
prudencial. Estaba sola, sentada en un sillón frente a una pequeña mesa,
volvimos a cruzar miradas durante un segundo. ¿Me había hecho un gesto para que
me acercara o lo había imaginado? Si me acercaba y ella no estaba interesada la
incomodaría, pasarían unos minutos violentos antes de que yo volviese a la mesa
con mis amigos y el rabo entre las piernas. Si estaba interesada podía hacerme
alguna señal más clara, aunque con mucha frecuencia las señales femeninas nos
pasan por completo desapercibidas a los hombres, y van volando hacia el
vertedero de las oportunidades perdidas. Decidí dejar de pensar en ello,
porque no valía la pena consumirse en la incertidumbre. En el amor, como en
muchas otras cosas, hay que confiar en el instinto y la intuición, dejarse
llevar por el calor del momento y el conocimiento que el cuerpo tiene de sí
mismo. Un exceso de pensamiento mata al cuerpo, mata la vida, la esteriliza con
el laberíntico y vano afán de la lógica por conquistarla. Vladi y Jorge
decidieron irse, yo me levanté para irme con ellos y entonces la volví a mirar,
y ella me miró de nuevo, y esta vez sí sonrió, aunque inmediatamente después
giró la cabeza, mirando para otro lado. En ese momento hice lo correcto, no
pensé, no planeé, me despedí de mis amigos y fui a sentarme con la bella
desconocida. Un mechón castaño le caía como un muelle sobre su perfil.
-Hola, ¿Puedo sentarme contigo?
-Claro, por qué no. Te esperaba, de hecho.
-¿Me esperabas? Ni siquiera me conoces.
-¿Y qué más da eso? Te esperaba porque he visto algo en ti que esperaba desde
hace tiempo.
-¿Qué es lo que has visto en mí?
-No sabría decirlo. El mundo pareció inclinarse en tu dirección cuando entré,
haciendo que todo rodase hacia ti. He esperado sentir eso durante mucho tiempo.
-Vaya, estoy impresionado. Las mujeres no soléis ser tan francas. En realidad
nadie suele ser tan poético ni directo cuando acaba de conocer a alguien.
-Mejor así, me aburren las medias tintas y la inseguridad. Me gustas.
-Me impresionas cada vez más. ¡Ni siquiera sé tu nombre!
-Me llamo Dana ¿Cómo te llamas tú?
-Antonio.
-Podrías llamarte Ulises, y yo Calipso.
Me dejé caer sobre el respaldo del sillón y le di un sorbo a mi cerveza, me
quedé un momento mirando la etiqueta rota del botellín, que había estado
rascando inconscientemente. Mi pie y el de Dana se rozaban, desbordando calor
sobre la tela de sus zapatos y colándose por entre las costuras de mis
pantalones, escalando mis piernas y viajando por todo mi cuerpo hasta la raíz
de cada cabello.. Entonces me incliné hacia ella y la besé, sin darme
cuenta de lo que hacía hasta que ya estuvo hecho; ésa es la manera de vivir.
Nuestros labios se tocaron un poco al principio, como desconocidos dándose la
mano por primera vez, convirtiéndose poco a poco el roce en un abrazo húmedo y
dulcísimo que me llenaba el cuerpo de calidez.
Ella me posó la mano en la cara, yo me acerqué más a ella,
queriendo eliminar cualquier distancia entre nosotros. Me apoyé con una rodilla
sobre el suelo, deslicé una mano tras su oreja hasta la raíz del cabello, y la
otra la apoyé en su rodilla, tímida cabeza de puente sobre su cuerpo. Seguimos
así un tiempo, parando de vez en cuando para mirarnos profundamente,
experimentando la alegría sublime y sencilla que viene de un beso sincero, que
no obliga ni persigue más que a sí mismo, su propia realización placentera; un
beso cuyo significado llega hasta el fondo de nuestra naturaleza y escapa
cualquier definición o paralelismo. Para entender un beso así solo se puede
hacer una cosa, experimentarlo, y eso no es algo que se pueda conquistar, tan
solo nos es dado por las fuerzas incognoscibles que gobiernan o desgobiernan la
realidad.
De repente su voz me despertó de nuevo en el De Arte, en aquella noche del 31
de Octubre que se había transformado en Noviembre hacía algunas horas.
"¿Quieres venir a mi casa?". Yo asentí sonriendo: "Claro".
El camarero nos abrió la puerta y salimos a la calle. Apenas se veía a nadie,
solo algún que otro borracho tropezando con las esquinas de las casas, una
pareja que avanzaba con paso rápido a perderse tras alguna puerta, y nosotros.
-¿Vives cerca?-Le pregunté.
-Aquí mismo.
Se me ocurrió que podría cogerle de la mano, o quizás eso la asustaría, pero
espantó mis dudas estrechando ella misma mi mano en la suya. Nos alejamos
así de la Alameda por la calle Lumbreras, pasamos por delante de la Torre de
Don Fadrique, vigilante desde hace siglos de la misma esquina oscura. Dios sabe
de cuántos secretos inconfesables habrá sido testigo esa vieja torre perdida en
la inmensidad de la ciudad, antigua y elegante. Después giramos hacia la
derecha, o la izquierda, no lo recuerdo bien. Después de unos minutos Dana se
paró frente a una puerta grande, la entrada de una casa estrecha, de piedra
grisácea, sostenida por dos columnas, haciéndose un hueco dificultoso entre la
pared de un monasterio y los muros de una casa-palacio. Sobre la puerta y las
columnas se asomaba un enorme balcón bajo una arcada, al fondo del cual estaba
la única ventana de toda la fachada, ocupando todo su espacio a lo ancho. Tras
la cristalera del balcón brillaba una luz fulgurante. Ella sacó de su bolso una
llave antigua, medieval. Dicen que los descendientes de sefardíes y moriscos
expulsados de España hace siglos todavía conservan las llaves de sus antiguas
casas, muchas, si no todas, destruidas hace mucho. La llave con la que Dana
abrió la puerta de su casa aquella noche se me presentó como una de esas llaves
atesoradas por moriscos y sefardíes, grande, metálica, de formas intrincadas,
antigua. Abrió y se perdió en la oscuridad del interior de la casa, mientras yo
la seguía a tientas por un pasillo alargado, tropezándome de cuando en cuando con
las patas de lo que debían ser cómodas y mesitas dispuestas junto a las paredes
a ambos lados, e incluso con un viejo perchero de madera que estuvo a punto de
estrellarse contra el suelo. Por fin vi una luz, contra la que se recortaba el
cuerpo de Dana subiendo tres escalones hacia una arco en el que terminaba el
pasillo, tras el cual había un espejo sujeto por uno de esos marcos antiguos y
retorcidos. Su cuerpo era pequeño, liviano, sensible; era sinuoso, tierno,
ardiente, y otros cien adjetivos que podría buscar en cualquier diccionario y
que no llegarían a significar ni una milésima parte de las emociones que ese
cuerpo frágil y fuerte, sencillo pero maravillosamente bello en su complejidad,
producía en mí. Fue apenas un segundo, su cuerpo todavía cubierto, definido por
la luz como una sombra curva bajo la ropa, y su rostro reflejado a lo lejos en
el espejo barroco tras el arco al final del pasillo. Se quedó esperándome junto
al espejo, mientras yo planeaba mi siguiente paso, aterrado por la posibilidad de
echar a perder todo lo ganado hasta entonces. No quería parecer empalagoso,
pero tampoco desatento, ni débil o inseguro, pero tampoco brutal. No sabía qué
hacer, aquello estaba yendo demasiado deprisa. Como sabiendo que hacía falta
una intervención rápida, o aquello se iría al garete, Dana me abrazó, me besó
de nuevo, envolviéndose a mi alrededor, vaporizando justo a tiempo todos esos
pensamientos venenosos, creadores de duda. Subimos unas escaleras angostas
hasta un gran salón con una vieja mesa de estudio cubierta de papeles, un par
de sillones y un sofá de aspecto cómodo. En el suelo una alfombra, y todo
alrededor estanterías, libros, algunos cuadros vetustos. Frente al sofá y la
alfombra se abría una chimenea, y en el techo una lámpara de cristal multicolor
que alumbraba toda la habitación, lanzando destellos a la calle a través de un
gran ventanal, que daba al balcón que yo había visto desde fuera. Dana abrió
una puerta en un lateral del salón, y pasamos a su habitación, donde nos
esperaba una cama grande y baja de estilo japonés, como un altar esperando la
comunión. El cuarto tenía solo una pequeña ventana, tapada con cortinas rojas,
que daba a un patio interior, desde donde se asomaba a la casa un ciprés. Una
pequeña mesa de noche a ambos lados de la cama, y más estanterías llenas de
libros, y un equipo de música con tocadiscos incluido.
Ella cerró la puerta tras de sí, dejándonos sumergidos en una oscuridad
absoluta y silenciosa, tan solo interrumpida por nuestra respiración y el
sonido de la tela deslizándose sobre la piel y cayendo al suelo. Me metí a
tientas en la cama, mis pupilas abiertas como dos pozos tratando de discernir
formas en la sombra: la figura delgada de Dana, sus pechos redondeados, no muy
grandes pero bonitos, coronados por pequeños pezones endurecidos, apuntándome
como dos cuchillos. Muchos dicen que el sexo a oscuras es propio de mojigatos,
pero resulta muy placentero quedar ciego, perdido en un mundo de sensaciones
táctiles, gustativas, sentir en la más soberana de las oscuridades, escuchar,
acariciar, chocar sin dirección ni guías. Estar a oscuras es como deshacerse
del cuerpo, ser todo y sentirlo todo, sin ser nada. La recorrí entera con mis
manos, cada curva, cada pliegue de su forma infinita, perdiéndome en ella por
completo. Dana me mordía, besaba, apretaba...Quedamos exhaustos, derretidos en
sudor y saliva entre las sábanas revueltas, alumbrados por la luz de un
candelabro que no recordaba que hubiésemos encendido.
-Tienes una casa muy bonita. Te gustan las cosas antiguas por lo que veo.
-¿Antiguas?
-Si, todos esos libros que he visto, los cuadros, el espejo de la entrada...
-Son cosas de ayer mismo.
-¿Ayer? Bueno...Oye, quizás debería irme.
-¿Irte? ¿Adónde?
-A mi casa, pero si te parece podríamos vernos mañana, hacer algo. Es que ya ha
amanecido.
Se me quedó mirando como quien mira a un niño que hace una pregunta tonta,
sonriendo ampliamente.
-No tienes ningún sitio al que ir.
-Claro que si, a mi casa, por ejemplo.
-No creo que la encuentres, las cosas habrán cambiado mucho en todo este
tiempo. Y si sales no podrás volver a entrar.
No sabía muy bien como encajar todos aquellos sinsentidos, pero para ella todo
parecía perfectamente normal, su gesto se había vuelto frívolo y divertido,
como si lo que yo decía no fuese más que una broma evidente.
-Ya bueno...creo que me arriesgaré. Pero dame tu móvil o algo, y así podemos
vernos más tarde.
-No sé qué es un móvil, y de todas formas no podré volver a salir hasta que
vuelva a ser de noche, y eso es muchísimo tiempo.
-¿Por qué, tienes algo que hacer?
-No, pero no podré salir.
-¿Pero por qué?
-Las cosas siempre han sido así.
Empecé a sentirme tremendamente incómodo. Aquella conversación no iba a ninguna
parte, y en cualquier lugar de la habitación atestada, detrás de un tapiz o
debajo de un mantillo de encaje, Dana podía tener escondido algún cuchillo.
Mejor irse cuanto antes.
-Bueno, se me ha hecho un poco tarde, me voy yendo ya. Un beso, y espero verte
pronto.
Ella dio una vuelta sobre las sábanas, todavía maravillosamente desnuda,
juguetona, y dejó colgar su cabeza en el borde de la cama. Me miró con los ojos
vueltos del revés, sonriendo de abajo a arriba.
-Me habría gustado que te quedases. Acuérdate, por la noche podré salir otra
vez. Encontrémonos en el mismo sitio.
-Por supuesto.
Bajé las escaleras y recorrí el angosto pasillo de entrada. Antes de salir
observé mi reflejo en el espejo bajo la arcada al final del corredor, con un
brazo reposando sobre el picaporte de la puerta. Me recordó a José Nieto Velázquez
al fondo de Las Meninas, espiando la eternidad desde la puerta
trasera del cuadro. Al salir aspiré hondo el aire de la mañana y estiré los
brazos, con una sensación mezcla de cansancio, de asco por llevar la misma ropa
del día anterior, y de profunda satisfacción. Me volví para echar un último
vistazo a la extraña casa. No había rastro de ella. El monasterio y la casa
palacio que había visto la noche anterior se habían cerrado como una mandíbula
sobre las columnas y el balcón, dejando tan solo un muro continuo, la pared
encalada, sin fisuras, infinita. Palpé la pared, recorrí su distancia con la
mano, desde el portón del monasterio, que estaba abierto y desvencijado, hasta
la primera ventana enrejada de la casa palacio, que tenía los cristales rotos.
Me asomé al interior, encajando mi cara entre las barras de hierro de la
ventana. Dentro solo había una habitación fría y vacía con azulejos en la parte
baja de las paredes, llena de suciedad. En un rincón yacían apilados unos
maderos, y en el centro un montículo de cenizas sobre losas ennegrecidas, como
si alguien hubiese hecho una fogata. En la habitación entraba una extraña
luminosidad que no venía de la ventana, y entonces me dí cuenta de que había un
agujero en el techo de la estancia, del que sobresalían algunas vigas
quebradas, por el que entraba un halo de luz cristalino. Me alejé de la ventana
y miré hacia arriba: todo el piso superior de la casa había desaparecido,
derrumbado, barrido; dejando solo pedazos de la fachada cubiertos de hiedra.
Todas las casas de la calle se encontraban en condiciones parecidas. Solo
ruinas asaltadas por una incipiente vegetación salvaje. Troncos robustos
crecían en los antiguos salones, atravesaban con sus ramas las ventanas huecas,
vacías como el rostro de una calavera. De entre los adoquines de la calle
también aparecían, aquí y allá, raíces serpentinas, o pequeños brotes verdes.
La calle se extendía en línea recta rodeada a ambos lados de fachadas despintadas,
carcasas de edificios. En algún lugar más allá de las casas se levantaba una
larga columna de humo negro. Un extraño temor me impulsó a caminar sin
detenerme, mi mente extrañamente serena y segura ante el espectáculo que se le
ofrecía. Avancé en línea recta hasta llegar a la plaza del Museo. Los ficus
gigantes bajo los que había paseado un millar de veces habían crecido hasta
duplicar su tamaño, sus raíces desparramadas a su alrededor como tentáculos. A
sus pies se alargaban los arbustos en todas direcciones, como una explosión de
ramas, formando una jungla de maleza impenetrable, entre cuya espesura pude
divisar todavía el rostro de bronce de Murillo, apenas visible en su pedestal,
estrangulado por lianas y raíces aéreas. De las copas de las palmeras volaban
bandadas de cotorras, trasladándose con escándalo de una torre vegetal a otra.
El antiguo museo parecía estar mejor conservado que otros edificios, las
grandes puertas permanecían en su sitio, entreabiertas. Las atravesé con
cautela, y paseé por las salas del museo, más bello en su melancólico abandono.
En el primer patio un estanque de carpas hervía rebosando peces anaranjados que
apenas tenían espacio para nadar. Se deslizaban unos por encima de otros en una
vorágine desordenada, saliendo por momentos del agua, aleteando
desesperadamente sobre las espaldas resbaladizas de sus hermanos. Entré en la
sala de arte medieval. La mayoría de los cuadros habían desaparecido, quedando
en su lugar solo marcas rectangulares en las paredes de las que habían colgado.
En la penumbra de los salones de exposición, no había luz eléctrica y apenas
entraba algún que otro brillo del exterior por algunas fisuras en la pared,
tropecé con restos de marcos rotos, con mil astillas de madera policromada, y
en un rincón un nuevo montón de escombros ennegrecidos y manchas oscuras en las
paredes. En una de las últimas salas encontré a un viejo conocido, la
cabeza cortada de Juan Bautista, todavía en su vitrina, respetada por algún
loco azar o una caprichosa providencia del aparente desastre que había sacudido
la ciudad. Esa escultura siempre me había impresionado de niño, desprovista de
cuerpo desde su misma creación, recreado con escabroso detallismo del tajo
sangriento, las venas cercenadas, la piel rota como una tela. Al terminar la
visita por el museo post-apocalíptico me senté en el patio asilvestrado.
Durante un momento pensé que estaba obligado a dedicarle por lo menos un
instante de pensamiento a la ciudad destruida que la noche anterior había
estado llena de vida, a la desaparición de la casa de Dana. Pero el pensamiento
lógico no me era de utilidad dadas las circunstancias. Años de lecturas
fantásticas y de ciencia ficción, de series y películas, me habían preparado
perfectamente para un momento así. Suspension
of disbelief le llaman. Como diciéndome que esa era la actitud
correcta dadas las circunstancias, un extraño perro saltó de entre la maleza
del patio, grande y musculoso, pero todavía con aspecto de chucho casero,
producto de mil años de mezcolanza genética para hacerlo cariñoso y dependiente.
Se me quedó mirando con la cabeza gacha, olisqueando el aire; alzó las orejas,
yo le tendí una mano, la olfateó y después la lamió, como si me reconociese de
un recuerdo heredado a través de cien generaciones de perros salvajes. Aulló
como un lobo, echando a andar hacia el interior de una sala a oscuras.
Durante toda la mañana caminé a través de avenidas repletas de extraños coches
despiezados, aparcados para siempre en un atasco petrificado que se alargaba hasta
donde alcanzaba la vista. Encontré esqueletos y otros restos polvorientos en el
interior de algunos de los vehículos, aunque la maleza y las nuevas bestias
salvajes que poblaban la ciudad debían haber hecho desaparecer la mayoría hacía
tiempo. Los coches que encontré tenían un aspecto parecido al de los viejos
coches clásicos, de comienzos del siglo XX, pero con una multitud de tubos y
cilindros acoplados a los laterales, y algunos con chimeneas brotando de sus techos de lata. Atravesando el puente de Triana, cubierto por una cortina de plantas
enredaderas cayendo sobre el río, me fijé en una mole metálica varada frente a la
Torre del Oro. Era una especie de bote agigantado, remachado con planchas de metal,
y dos chimeneas en su parte superior. Habría dicho que era un barco, pero no se
distinguía en él ninguna cubierta. Me quedé un rato ensimismado, hasta que me
pareció oír un repiqueteo metálico a mis espaldas. Eché a andar, el sonido me seguía.
Me paré un momento y fingí prestar atención a algo en el agua verde bajo el
puente, el sonido se detuvo también. Me volví con un giro repentino y me
encontré cara a cara (la frase es aquí meramente metafórica) con el profesor
Jean Germain, aunque entonces yo todavía no conocía su nombre, flotando en un
tanque de agua y líquidos nutritivos. El sonido que había escuchado lo producían
las cuatro piernas mecánicas del profesor, formadas por una sucesión de anillas
que les daba una apariencia flexible, unidas a un soporte de acero herrumbroso
del que surgían dos brazos, en cuyos extremos se abrían y cerraban cuatro dedos
metálicos. De la espalda del cacharro brotaban un par de chimeneas expulsando
una humareda blanquecina. Sobre este soporte se sostenía el estanque de
cristal, lleno de fluido, en el que flotaba un cerebro conectado a unos
electrodos. La visión del engendro mecánico y su viscosa carga fueron demasiado
para mi tolerancia a lo inverosímil. Sin detenerme a pensar un segundo me lancé
a la carrera hacia el otro lado del puente, sin mirar hacia atrás. Me había
convertido en un mero animal huyendo del peligro. Escuché los pasos del
monstruo perseguirme, aproximarse a mi espalda con velocidad imbatible. Se me
clavó en el estómago una tremenda punzada de pánico; ya me alcanzaba, no había
escape posible.
-Krrspera por favor, detente, no dekrrcerte daño...
Había llegado al final del puente, giré hacia la izquierda en una esquina
ruinosa, bajando a saltos unas escalinatas cubiertas de moho en dirección a la
antigua calle Betis. ¿Intentaba decir algo el monstruo? Ya estaba a punto de
alcanzar el último escalón cuando un tirón férreo en la barriga me despegó del
suelo, mis pies pataleando en el aire como los de un niño llevado en volandas.
La criatura me giró en el aire, de su soporte emergieron dos nuevos tubos
metálicos con lentes verdosas en sus extremos, dieron vueltas a mi alrededor,
enredándose en una inspección frenética, casi habría dicho que emocionada.
-Eres krrel primero que
veo en siglos, es asombroso krr.
La voz maquinal brotaba de un altavoz acoplado al cuerpo del ser, interrumpida
constantemente por el crepitar de un mecanismo interior, parecido al
entrechocar de un engranaje industrial. Pero lo importante era que la criatura
hablaba. Por fin tenía alguien, o algo, al que plantearle la pregunta que había
ido creciendo durante este tiempo, cada vez más apremiante, en la zona baja de
mi nuca.
-¿Pero qué coño es todo esto, joder? ¡Basta ya!
Mi pregunta, o mi tono cuasi lloroso, pareció sobresaltar a mi captor, aunque
esto era solo una suposición ya que, ahora que por fin tenía la oportunidad de
fijarme en él con detenimiento, constataba que no era capaz del más mínimo
gesto, o de delatar sensación humana alguna: tan solo un cerebro hinchado,
rosáceo, flotando inerme como una esponja marina.
-Krres normal tu preocupación. Eres el primer humano vivo que veo
en...¿Krrentos años? La verdad es que ya empezaba a aburrirme.
- Oye ¿Me puedes decir qué ha pasado aquí? Ayer por la noche todo estaba
perfectamente.
-¿Ayer? La ciudad lleva hundiéndose en krr la ruina desde hace cientos de años,
desde el krran colapso.
-No hace ni doce horas estaba con mis amigos en un bar de la Alameda tomando
unas cervecitas...luego me fuí con una chica...y no sé nada de ningún colapso.
-¿ Cervkrritas?
El cuerpo metálico de mi interlocutor escupió una boluta de humo especialmente
densa mientras pronunciaba la palabra, y sus piernas comenzaron a moverse en
dirección al pretil que se asomaba al Guadalquivir, que discurría unos metros
por debajo del nivel de la calle. Descendió, sin dejar de sostenerme en alto,
por unas escalinatas de piedra húmeda hasta un paseo que discurría junto a la
corriente bajo los soportes oxidados del puente. Apoyada en uno de los pilares
de roca, agostada entre el agua, la piedra y los arcos metálicos de la
pasarela, se levantaba una chabola de paredes de chapa y madera podrida, oculta
de la vista por la cortina de plantas enredaderas que colgaban desde el puente.
Tenía un par de pisos de altura, con varios ventanucos dispuestos de manera
irregular, torcidos, de los que sobresalían tuberías de bronce que vomitaban un
líquido amarillento sobre el río. Varios peces varados, cubiertos de ese mismo
fluido, brincaban agónicos sobre la costa pedregosa frente a la casa. Coronando
la infame estructura, sobresalía una chimenea vomitando el mismo glas
blanquecino que brotaba del cuerpo de mi captor, formando espirales que
revoloteaban alrededor del puente y se diluían en el aire fétido del
lugar.
-Esta es mi casa. Por cierto krr,
mi nombre es Jean Germain, prokrrsor de robótica aplicada y
mecanismos en la krrniversidad
de Sevilla krr. No tienes
nada que temer.
-Yo...yo me llamo Antonio, solía estudiar en la Universidad.
-Un krrompañero
Universitario entonces.
Al llegar a la puerta de la barraca el profesor me posó en el suelo y abrió la
portezuela. Lo primero que escuché fue un silbido, y un intenso olor a gasolina
se abrió paso hasta lo profundo de mis fosas nasales. Entre estantes llenos de
libros ennegrecidos y mesas rebosando tubos de cobre y plástico, redomas humeantes,
muelles y cables, se paseaban a trompicones dos figuras androides. Durante un
momento sentí alegría, pensando que había encontrado a más personas, o por lo
menos a más personas completas, hasta que una de ellas exhaló un aro de humo
blanco a través de un tubo de escape que sobresalía de su nuca, y escuché el
ronroneo de las ruecas dentadas moviéndose en su interior, racaracaracaracarac, expuestas
a la vista por un hueco entre las chapas de su cuerpo. Los dos autómatas
cargaban piezas y utensilios de un lado a otro de la habitación, insensibles a
nuestra presencia, infalibles en su ir y venir de manecilla de reloj.
-Doxo, Grafo, mesa pakrra té. Dos servicios.
A la voz del profesor los androides se detuvieron en seco, soltaron los trastos
que llevaban entre las manos, y fueron cogiendo, de entre el caos de muebles
apolillados y trastos rezumantes, un par de tazas de porcelana adornadas con
los ineludibles motivos florales, una tetera que llenaron de agua en un barreño
y pusieron a hervir sobre un mechero Bunsen, un mantel bordado, cucharillas,
unos azucarillos sobre los que reposaba adormilada una cucaracha. Todo esto lo
dispusieron sobre una mesita de madera de estilo marroquí que había sido
despejada a tal propósito. Cuando estuvo listo sirvieron el té sobre la mesa.
La cucaracha huyó correteando entre la cuberteria, y los robots quedaron
inmóviles, verticales, su existencia mantenida en suspensión hasta el momento
de recibir una nueva orden. Tomé tres cubitos de azúcar, que se hundieron hasta
el fondo de mi taza, donde los pulvericé dándoles pequeños golpecitos con la
punta de la cuchara. Después hice girar a conciencia la mezcla, formando un
remolino por el que se podía ver el blanco amarillento de la porcelana. Bebí un
sorbo y suspiré, el té estaba muy bueno.
-Está muy bueno.
-Doxo y Grafo fuekrr diseñados originalmente para ser camareros en
una casa de té krr. Se les
da muy bien.
Me quedé mirando al profesor como si realmente aquella fuese una agradable
mañana de Otoño, y nosotros fuésemos agradables personas corrientes tomando el
té en una terraza servida por camareros robots. Realmente, no sabía de qué
hablar. Bebí otro sorbo sonoro. El profesor, por su parte, prendió la taza con
uno de sus apéndices mecánicos y la vertió entera sobre el líquido de su
tanque.
-¿Puede usted saborear las cosas?
-Oh sí, el sakrror y todos los demás sentidos son estímulos cerebrales krr. Soy capaz de senkrrir,
y oler, y degustar, todo a través de mis miemkrros artificiales. Todo
son señales eléctricas krr.
En esto no hay diferencia entre carne y metal.
-¿Y qué pasa con su voz?
-A mi altavoz no le krr sienta
bien la humekrrad.
-Profesor ¿Qué le ha pasado a la ciudad? Ayer por la noche estuve con mis
amigos en la Alameda, salí de mi casa después de cenar...Y ya no queda nada.
-¿Qué quieres que krr te diga? ¿Realmente no sakrres
lo que ha pasado?- Como vio que negaba con la cabeza el profesor Germain
continuó hablando- Todo empezó alrededor del año 2814, la krrsamblea de Oligarcas de ese
año se reunió de urgencia krr para
tratar de contener las krrleadas
migratorias, cada vez más violentas, de las naciones australes que estaban siendo engullidas por los
desiertos. A esto se unió la krrevuelta
Ludita, que el ejército fue krrncapaz
de contener, y se saldó con la destrucción de millones de androides krr y el saqueo de las
instituciones robóticas. Yo mismo fui krr despedazado y arrojado a las
llamas durante el asalto al krrpartamento
de mecánica de la Universidad, aunque mis fieles Doxo krr y Grafo pudieron
salvar mi cerebro y krreservarlo
en este tanque de mantenimiento. El gobierno global krrontestó a la revuelta social
con ejecuciones y krrturas,
mientras en las fronteras del Primer Anillo masas famélicas krr tiraban abajo vallas y
muros. El general Martínez Fields, al frente de veinte batallones mecakrrizados
se pronunció en Madrelona y trató de deponer al gobierno regional. Otros le
imitaron en krrtros
lugares. Cuando los Oligarcas vieron que la guerra civil se volvía en su contra
abrieron los krr silos de
gas Fosgeno IX, chimeneas inmensas que escukrrieron
a la atmósfera toneladas del gas, krronvirtiendo el cielo en una impenetrable nube anaranjada y
púrpura. Pensaron que sobrevikrrirían en
sus palacios subterráneos, pero antes de morir los krrebeldes
anarquistas y luditas lograron introducir sus propias bombas de gas en el
subsuelo. Yo permanecí olvidado krr, en un
refugio abandonado, atendido por krr Doxo y Grafo, mis amigos, sin atrevernos a
salir de la sombra, o exponernos a la más mínima mota de luz exterior. Esperamos
cien años, y para krrentonces el cielo volvía a ser azul, y las krriudades
se habían transformado en junglas espesas. Hasta ahora no habíamos enkrrontrado
ningún otro humano vivo ¿De dónde has salido tú? No parece que tengas cien
años.
Tanto krrujido empezaba a volverme loco. Apenas si había entendido una palabra
de lo que el profesor me estaba diciendo, y todo aquello no podía ser verdad,
pero entonces ¿Qué explicación tenían la ciudad salvaje y ruinosa,
reconquistada por el bosque como una pirámide maya, o los robots escupiendo
vapor y aceites amarillentos sobre el suelo de barro de la chabola, o el
cerebro parlante de la tinaja? Suspension
of disbelief, suspension of disbelief...
-Dejando las cosas claras, profesor Germain ¿En qué año estamos?
-Si no me krrivoco, es el
año 3014.
-Ajá, ahí está el problema. Verá, ayer por la noche yo estaba en el año 2014.
-¡No me digas que has krriajado
en el tiempo! Un famoso colega de Alemania krr,
que ahora estará sin duda muerto, pasó años teokrrizando sobre la
posibilidad de los viajes en el tiempo, e incluso trakrro de construir
una máquina para viajar hacia el futuro. Él sostenía que no se podía viajar
hacia atrás en el tiempo krr.
Al final nunca logró ir ni hacia atrás ni krracia
delante.
-Pero yo no he construido ninguna máquina, ni sé nada sobre eso. Yo estudiaba
filología ¿Entiende? todo esto no tiene sentido para mí. Lo único que pasó fue
que conocí a una chica, se llamaba Dana, fui a su casa y desapareció y...
-¿Su krrasa desapareció?
-Así es, se desvaneció, nada más cruzar la puerta, cuando salía. Y ella sabía
que iba a ocurrir, me advirtió que no saliese, que no quedaba nada para mí en
el exterior...y tenía razón. Todos mis seres queridos, mi familia, mis amigos,
murieron hace mil años.
-¿Te dijo krrlgo más?
-Sí, me dijo que ella no podría salir de la casa hasta que fuese otra vez de
noche.
-Pero, por lo que krruentas,
una noche en la casa de esta tal Dana equivalen a mil años en el mundo exterior krr.
-Mil años que ya han
transcurrido, mientras para mí parecían solo una noche. Con todos mis respetos,
profesor, realmente ya no queda nada para mí en este mundo. La humanidad está
acabada, y quién sabe lo que ocurrirá en esta Tierra, que solía ser nuestra
casa, en los eones por venir, qué nuevas criaturas salidas del fango del mar se
arrastrarán fuera del agua salada y crecerán hasta construir sus propias
ciudades, e incluso desenterrar nuestros viejos monumentos, maravillarse,
y tomarnos por dioses de alguna cosmogonía fundacional. Quizás usted pueda
verlo, conservado en su pecera a vapor, pero a mi todo eso me da igual. Todas
las personas que conocí han desaparecido...excepto Dana. Así que ¿Le apetece
venirse de Alamedeo, profesor?
-Hace doscientos años la krrlameda
era un barrio peligroso, sucio, lleno de krrostitutas
y fumaderos de opio. Será un placer volver a hacerle una visita krr, y rememorar viejos tiempos.
Dejamos a los autómatas Doxo y Grafo ocupados en su ir y venir
cargando con chatarra y objetos mohosos. Caminamos por la calle Betis, desvencijada,
reducida a pilas de ladrillos y argamasa. Al llegar a la plaza de Cuba, que en
tiempos del profesor, según me dijo, había mudado el nombre a plaza de
Sinforoso Elíade, en honor al descubridor de un nuevo elemento, llamado a su
vez "sinforosio", me encontré con que los viejos bloques de pisos y
la rotonda habían dado paso a una estructura alta de metal, con una gran cúpula
de cristal en su cúspide, que desde el suelo se veía agrietada, rota aquí y
allá como un invernadero apedreado. De la cúpula partían cuatro grandes pasarelas, de los que colgaban cadenas y ganchos.
-Éste krrera
el embarcadero de aeronaves.
Más allá del puente de San Telmo, sobre lo que había sido el
palacio del mismo nombre, yacía incrustada una enorme estructura de metal
abombada. parecida al esqueleto de una ballena, con jirones de plástico colgando
chamuscados de su costillar, con enormes hélices sobre las que habían anidado
unas cigüeñas. Del palacio no quedaba nada salvo sus jardines, que se extendían
por toda la margen del río hasta donde llegaba la vista humana. Más allá de la
masa verde de troncos y lianas se elevaba la columna de humo negro que ya había
visto antes.
Le pedí al profesor un momento para ir a ver mi
casa. La plaza de toros de la Maestranza era de lo que menos había cambiado, de
hecho era bastante más alta y ancha de lo que recordaba. Pregunté a Germain
sobre aquello.
-Las corridas de toro se krrohibieron hace mucho tiempo, pero con los avances en mecánica krr y biotecnología a algunos
empresarios se les okrrurrió fabricar
toros biomecánicos para krresucitar
el deporte, y tuvo mucho éxito.
Los meca-toros expulsaban sangre sintética al ser heridos, y en krrapariencia eran indistinguibles de un
toro de krr verdad.
Mi antigua calle prácticamente había desaparecido.
En lugar de las manzanas de pequeñas casas de tres pisos se levantaba un
edificio parecido a una catedral, con una fachada alta, rebosante de figuras
talladas, como los santos y los ángeles en la puerta de una iglesia, solo que
se trataba de personas en batín, con monóculos o gafas de lentes protuberantes,
sosteniendo complicados aparatos parecidos a microscopios, telescopios,
estetoscopios, hidroscopios, polariscopios y fosforoscopios. Sobresalían de sus
nichos en las paredes hombres que parecían hablarle con sus labios
pétreos a micrófonos unidos por un tubo a plumas estilográficas, garabateando estáticas sobre grandes tomos de papel. También había hombres y mujeres
sosteniendo guitarras, violines, trombones de formas curvas, enrevesados, repletos
de cables, ruecas y palancas. Entre las tallas principales flotaban, aferrados
a veces a chimeneas humeantes o ruedas dentadas, androides metálicos, con
cabezas sin rostro, revoloteando alrededor de las figuras humanas como
querubines en un antiguo altar barroco. Al parecer el edificio había alojado
una biblioteca y unas galerías comerciales. Recorrimos la Avenida de la
Constitución (de la Constitución de 2112), convertida en un bosque de naranjos.
La catedral permanecía incólume, apenas algo más desgastada y descolorida de lo
que la recordaba. Quizás a una estatua o dos les faltase la cabeza, pero en lo
esencial estaba igual que hacía, no ya mil, sino dos mil años. De los
ventanucos de la Giralda entraban y salían, en una algarabía ensordecedora, miles
de cotorras verdes, que debían tener allí sus nidos. El pináculo de la torre
había colapsado, y parecía un muñón contrahecho, replegado sobre sí mismo. A
sus pies nos encontramos con el Giraldillo, incrustado en un cráter sobre los
adoquines de la calle.
Ya estaba oscureciendo cuando llegamos, por fin, a
la Alameda. Las columnas seguían allí, aunque la plaza en sí era más grande, y
con muchos más árboles. Entre éstos había coches abandonados, algunos
estrellados, y el rastro de los raíles por los que había debido pasar un
tranvía, ocultos por la suciedad y las hojas caídas. Me encaminé directamente
al De Arte. A ambos lados se extendía, cada vez más profunda, la sombra de la
noche, el vacío que extiende el Sol tras de sí en el hemisferio terrestre que queda,
temporalmente, abandonado de su calidez, sumido en el olvido
del sueño. En las calles no se encontraba más que el silencio, roto de vez en
cuando por una especie de maullido agudo, parecido a la risa de las hienas
africanas que tantas veces había escuchado en los documentales de media tarde.
Ojos verdes se asomaban a los marcos vacíos de ventanas y puertas. Recordé la
Alameda de la noche anterior, una noche hacía mil años, llena de luz, risa,
roces, bromas; salpicada de humanidad. La humanidad es bullanguera y sonora,
luminiscente. La muerte son chillidos animales y ojos verdes en la oscuridad.
Me pegué al profesor, la calidez que desprendía su soporte mecánico y el
golpeteo rítmico que resonaba en su interior resultaban reconfortantes. Se
encendieron unos pequeños faros en la
parte frontal de su carcasa, proyectando un par de escuálidos halos de luz
blanca frente a nosotros.
El De Arte ya no se llamaba así. Se había convertido
en una elegante sala de reunión de aspecto "gentlemanesco", con biombos de madera
acotando pequeñas secciones del salón en las que descansaban divanes dispuestos
alrededor de mesitas chinas, encima de esteras coloreadas con intrincados
motivos orientales. La mayoría de los divanes estaban volcados, o sus cojines
rasgados, y los biombos permanecían tumbados en el suelo criando polvo, pero
uno podía hacerse una idea de cómo había sido el sitio en sus días de
esplendor. Sobre la puerta de entrada había pintado un nombre en letras rojas,
descascarilladas: Clockwork.
-Este sitio nos krrstaba a mis colegas de la krrniversidad y a mí, solíamos venir. Se
podía fumar opio krr, no era un
antro, y los divakrr son comodísimos.
Tras la barra encontramos lo que parecían ser los
restos de un androide y una pila de pipas de agua de cobre, latón
y cristales fosforescentes. Miré al lugar donde había estado el mural de la
mujer tatuada que tanto me atraía. La pared seguía en su sitio ¿Estaría allí
también la mujer, oculta por una infinidad de velos de pintura vieja? Salté la
barra y abrí un pequeño armarito metálico con un ventanuco de cristal. En el
interior había botellines de cerveza cubiertos de polvo.
-Cerveza Snap ¿Le gusta, profesor?
-Mi favokrrita.
Nos sentamos cada uno en un diván, alumbrados por la
luz verdosa de una pipa de agua que refulgía a cada calada. El profesor no
podía fumar, un fallo en el diseño de su tanque de mantenimiento, como él mismo
admitió, pero vertía una cerveza tras otra en el líquido de su pecera. A través de un agujero
en el techo veíamos la infinidad de estrellas que iban encendiéndose con el
paso de las horas. Parecía no quedar ni el más diminuto hueco sin cubrir por
una pequeña mota de luz. Millones y millones de gotas ardientes, magmas de
vida, átomos brillantes en un inmenso tejido vivo. Farolas en una calle oscura.
Recordé el programa de la tele de Neil deGrasse Tyson, “Cosmos”. Le pregunté al
profesor Germain si había oído hablar de él.
-Por supuesto, y no solo eso krr. Varios cientos de krrños
después de su muerte, su espíritu fue krrontactado
por el gran técnico-espiritista Ludwig Griefenstein, que krronfinó la manifestación ectoplasmática del dockrr Tyson en una esfera magnética
conectada a una máquina de krrscribir,
a través de la cual se comunicaba con las personas que lo krrisitaban. Hablé con él un krría.
Dijo que era inimaginable.
-¿Qué era inimaginable?
-Todo.
Dejamos pasar el tiempo en silencio.
Al cabo escuché unos pasos suaves, alguien había entrado en
el Clockwork. Me incorporé en el diván y miré hacia la puerta. Allí estaba
Dana, bella, brillante, inimaginable.