I am only a fool
who buys many books

viernes, 21 de noviembre de 2014

Concierto

El tiempo que se hace lluvia
sobre la tierra umbría,
tierra milenaria que es roca,
ladrillo y cal;
sol despiadado grabando su señal
en la carne verde,
azul-marrón terráqueo
que nos orbita,
queda clavado
en la piel del valle antiguo,

Hasta volverse río que pasa
anegando las venas del hombre,
raíces y espinos de la vida pura.
Noche de música, sin luces
anti-lógicas ni
efectos digitales de la era
del satélite y del artificio...
Madera seca,
carne húmeda,
barro en las manos y la frente arrugada,
pasión
no arrendada,
sentidos furibundos visitando
corazones alados,
palabras del alma honda.

Allá...
¡Dale, dale, dale
toma!

Alegría y llama,
locura propia,
el mundo imposible tejido
en canción sonora
eterna en el instante
espaciotemporalmente alargado
sin razón ni gloria...
Música de la célula
y el cromosoma empírico.
Sentimiento insaciable.

Sin tapujos, sin mentiras, sin artificio,
Andalucía de llanto grave,
mi amor de sentido etéreo,
manual
de la filosofía solar.

Levita el agua hespérida
suspendida
en pompas de tiempo.
Soñó Heracles que dormían
semillas de oro en su pensamiento

jueves, 16 de octubre de 2014

El profesor Bertrand apretó la última tuerca de su creación. Se detuvo a observar las delicadas líneas con que el hierro y el cobre daban forma a la figura femenina, de redondeados pechos coronados por aureolas de níquel, en su corazón una multitud de ruedas dentadas y correajes que le permitían el movimiento. Encendió el motor a vapor que daba energía a su meca-esposa, la vio abrir sus finos párpados de aluminio, tendidos sobre sendos ojos de cristal aguamarina. Ella se alzó de la mesa, inspeccionándolo todo con curiosidad, hasta que posó su mirada sobre la botella de brandy de jerez que el profesor tenía sobre su escritorio. Alargó el brazo metálico hasta alcanzar la copa medio llena y, como si recordase una vida anterior, se la llevó a los labios. La explosión subsiguiente hizo pensar al profesor que no debía dejar la botella al alcance de su próxima meca-esposa.



jueves, 9 de octubre de 2014

Nocturnalia

En el éter nocturno flotan los soñadores, en la sombra que forma posos de negro en las esquinas de los callejones, en los huecos entre contenedores y bares cerrados con persianas metálicas, caídas sobre sus puertas como párpados oxidados y quejosos. La noche de la ciudad no está vacía, sino poblada por un sinfín de formas cambiantes, de músicas nunca oídas. Espíritus que escapan de sus cuerpos diurnos, coloridas proyecciones de miedos y anhelos sobrevuelan los tejados, las terrazas, los parques. Aquí se dan cita los que nunca se encontrarán en su vida insomne. Aquí, sobre el tejado de su casa, vi su idea flotando entre cabellos translúcidos, y vi que me veía sin verme. 

- Susurré sin labios ideas puras exentas de lenguaje verbal.

- Yo atravesé su centro -Respondió ella - Con una mirada supe leer sus secretos, expuestos en su ser incorpóreo como cuadros en un museo.

Desde entonces nuestros ectoplasmas se entrelazan cada noche.


miércoles, 8 de octubre de 2014

Alta Fidelidad

La luz tricolor de las lámparas gaseosas daba un toque de irrealidad al salón del Club Lancaster para Caballeros en Argyll Street, Londres. Los grandes ventanales dejaban entrar el tímido resplandor de una farola solitaria, casi ahogada por la intensa lluvia repiqueteando con estruendo en los cristales de la estancia. En el interior flotaban las espirales de humo de las pipas de agua fosforescentes. Un mayordomo modelo M-Butler015 transportaba bebidas sobre una bandeja, moviéndose con parsimonia entre las mesas y los butacones donde se acomodaban los más distinguidos gentlemen de la ciudad. En las paredes colgaban objetos de los rincones más exóticos del sistema solar: la cabeza de una salamandra atómica de Mercurio, un tiburón abisal de los mares de Europa, jeroglíficos marcianos…Cuando entró en la sala, el joven Albert Grey colgó su chistera y su chaqueta de una percha, se dirigió a la mesa donde lo esperaba su amigo Alleister Greene, que lo saludó con gran efusión, y pidió al mayordomo una copa de brandy.

-Buenas noches, amigo mío. Traigo noticias.

-Oigámoslas.

-Finalmente ha llegado.- Albert se inclinó hacia su amigo, bajando la voz-La mujer.

-No me digas…-Alleister dejó escapar una risita-Estoy deseando verla.

-Es un modelo nuevo, diseño alemán, pelirroja, incansable…Y cien por cien fiel.

La sonrisa de Alleister se desdibujó en un gesto de preocupación.

-¿Todavía piensas en Emily?

-Siempre. Lo último que oí es que ahora vive con él en una granja de langostas, en Kenia.

Alleister dió una calada a su pipa de agua, que se iluminó con una fantasmagórica luz verde.

-¿Albert, has estado con alguna mujer de carne y hueso desde…lo de Emily?

-No, y nunca volveré a hacerlo. Ahora tengo una meca-esposa. Cien por cien fiel.

La conversación continuó por otros derroteros, igualmente vanos. La lluvia se volvió más intensa, aporreando con violencia los tejados de las casas como si quisiera hundirlas con sus moradores dentro. Albert esperó a que escampara un poco. Al salir a la calle eran ya más de las doce. Cuando por fin llegó a su casa, Albert Grey escuchó un extraño chirrido metálico, el bamboleo rítmico de contrapesos y ruedas dentadas, proveniente del piso de arriba. Subió coriendo las escaleras hasta el dormitorio. Allí, su mayordomo modelo M-Butler014 se agitaba como un juguete desenfrenado sobre su meca-esposa, que expulsaba bocanadas de vapor blanco de su apertura bucal, su piel artificial temblando en éxtasis. La habitación olía a caucho quemado.

martes, 26 de agosto de 2014

Apenas un instante,
Qué son sino instantes unos meses
En la cuenta de la vida.
Mi Amor pasajero apenas tuvo bienvenida,
Ya se esfumaba cuando llegó
El suspiro de su despedida.

lunes, 11 de agosto de 2014

Samhain

Era 31 de Octubre, en Sevilla. El comienzo de la noche, como suele ocurrir con las noches o los días memorables, no auguraba nada fuera de lo común. Tan solo un grupo de amigos en la terraza de la cervecería La Sureña, la que está junto a la Casa de las Sirenas, lugar de nombre misterioso. Ahora hay tantas Sureñas y Papelones, las versiones ibéricas del vírico Starbucks, que hay que ponerles nombre y apellido para distinguirlas unas de otras. La Sureña es un bar, o sitio, pues no es un bar en el sentido clásico de la palabra, adonde se va a tomar cerveza barata y cosas para picar (en eso si se aproxima a la idea platónica de "bar"). Es el punto de salida para los noctámbulos, un santuario de relax y risas, un jardín zen donde los pensamientos mundanos quedan acallados por la conversación y las bromas. Éramos cinco, sentados en taburetes sin respaldo, rodeados por el éter templado de la noche, sin nada que hacer al día siguiente, sin nada hecho el día anterior, el momento presente lo era todo. Vladimir, nuestro camarada ruso, charlaba de geoestrategia y política con Alex, el tiburón del grupo. Mario y Javi  liaban cigarrillos y charlaban sobre una chica de Barcelona. Yo estaba más pendiente de la segunda conversación que de la primera, porque aunque a veces me vuelva intelectual, sobre todo si bebo más de la cuenta, suelo ser partidario de la charla natural. El amor, el sexo, o la amistad son temas más naturales que la política, más cálidos; aunque debo reconocer que soy de esos que disfrutan las discusiones bizantinas por la noche.

Toda Sevilla estaba en la calle. La Alameda era un enorme patio de recreo con cientos de personas yendo y viniendo, chocándose, iniciando una conversación...¿Quizás también algo más que una conversación? ¿Cuántos romances brotarían del fértil suelo de la noche, cuántos se perderían en sus sombras? Las calles eran una bulliciosa imagen llena de misterio y sensualidad, un alboroto relajante. La ciudad se mostraba en todo su esplendor nocturno, superior sin duda a su rostro matinal. Bebimos una jarra más y decidimos irnos al Alameda 84, un pequeño rincón abarrotado. No había sitio para sentarse, pero compramos unos botellines y formamos un corro de pie, en la calle. Le pedí un cigarrillo a Javi. A veces me gusta acompañar la cerveza con uno, mejora el sabor. Apareció entonces otro Javi (como tenemos a varios Javis en el grupito, a este lo llamaré Javi II) con su mujer recién estrenada, Madi, una chica americana de Santa Fe. Nuestro buen amigo Javi II iba a emigrar a América, la tierra de las oportunidades, al más puro estilo decimonónico. Vladi, todos llamábamos así a Vladimir, y yo empezamos a charlar en inglés con Madi, que todavía no dominaba el español, y mientras tanto fueron uniéndose más personajes a nuestro ya bastante extenso corro. Jorge salió por fin de su encierro de estudiante de ingeniería, uniéndose a la conversación, cada vez más difusa y desinhibida, y tras él fueron apareciendo amigos y conocidos de amigos, hasta que nuestro grupito inicial quedó diluido en una compleja red de conexiones sociales abarcando media plaza. La noche estaba en su apogeo.

Unas horas más tarde la mayor parte de la gente se había ido, y los que quedamos al pie del cañón decidimos cambiar de sitio e ir al De Arte, un bar con sillones y una fuente borboteante plantada en el interior, como un detalle arrancado de una foto y pegado en otra distinta, de otro tiempo y lugar, que no deja de llamar la atención por lo absurdo de su presencia. La mayor parte de los sitios de la Alameda ya habían cerrado, o como el De Arte, fingían cerrar echando la persiana metálica de su puerta, pero por dentro la vida continuaba. Aquel bar me gustaba. Había algunas estanterías con libros que probablemente nadie habría leído en años, asientos cómodos, una bastante amplia carta de cervezas y murales adornando las paredes. Uno de ellos se abría en forma de patio mítico andaluz, también con una fuente, rodeado de arcos y columnas, pero al aire libre, en una noche de cuarto menguante frente a un mar apacible y misterioso. Había otro mural justo enfrente. Siempre me había gustado, captando mi atención desde la primera vez que puse los pies en ese bar. Representaba a una mujer también mítica y andaluza, con cuello grácil, rizos oscuros como los posos profundos del sexo, y el gesto extasiado aspirando el perfume de una rosa roja. Con una mano, en cuyo brazo llevaba enroscado el tatuaje de un dragón, único detalle chirriante en esa imagen de la mujer nocturna ideal, se acariciaba un pecho, sobresaliendo alargado y respingón, exuberante, de sus ropas caídas. Me acerqué a la barra y me quedé mirándola, observando cada detalle durante los minutos interminables que el camarero tardó en servirme una cerveza. Le dí un trago y me volví hacia la mesa donde me esperaban Vladi y Jorge, los últimos de Filipinas. La conversación ya estaba casi agotada, habíamos entrado en los últimos minutos de la noche, cuando alguien llamó a la puerta. El camarero fue a abrir y la dejó pasar, aunque al principio ni siquiera levanté la mirada para fijarme en ella, tan solo escuchaba los sonidos que la acompañaban: un "hola" al camarero, la puerta cerrándose, sus pasos acercándose...Cuando ya pasaba por mi lado alcé los ojos y vi que ella también me miraba. Era una chica bella, de ojos almendrados, marrones pero no oscuros, sino claros, color ámbar, como su pelo, ligeramente ondulado hasta la altura de las orejas, dejando al descubierto un cuello liviano como el de la mujer de la pared. Me observó con un brillo singular, sonriendo solo con la mirada, con los labios entreabiertos, ligeramente temblorosos, o así se lo pareció a mi mente alborotada. Fue hacia el fondo del bar, pero yo no me atreví a volverme hasta después de un tiempo prudencial. Estaba sola, sentada en un sillón frente a una pequeña mesa, volvimos a cruzar miradas durante un segundo. ¿Me había hecho un gesto para que me acercara o lo había imaginado? Si me acercaba y ella no estaba interesada la incomodaría, pasarían unos minutos violentos antes de que yo volviese a la mesa con mis amigos y el rabo entre las piernas. Si estaba interesada podía hacerme alguna señal más clara, aunque con mucha frecuencia las señales femeninas nos pasan por completo desapercibidas a los hombres, y van volando hacia el vertedero de las oportunidades perdidas. Decidí dejar de pensar en ello, porque no valía la pena consumirse en la incertidumbre. En el amor, como en muchas otras cosas, hay que confiar en el instinto y la intuición, dejarse llevar por el calor del momento y el conocimiento que el cuerpo tiene de sí mismo. Un exceso de pensamiento mata al cuerpo, mata la vida, la esteriliza con el laberíntico y vano afán de la lógica por conquistarla. Vladi y Jorge decidieron irse, yo me levanté para irme con ellos y entonces la volví a mirar, y ella me miró de nuevo, y esta vez sí sonrió, aunque inmediatamente después giró la cabeza, mirando para otro lado. En ese momento hice lo correcto, no pensé, no planeé, me despedí de mis amigos y fui a sentarme con la bella desconocida. Un mechón castaño le caía como un muelle sobre su perfil.

-Hola, ¿Puedo sentarme contigo?

-Claro, por qué no. Te esperaba, de hecho.

-¿Me esperabas? Ni siquiera me conoces.

-¿Y qué más da eso? Te esperaba porque he visto algo en ti que esperaba desde hace tiempo.

-¿Qué es lo que has visto en mí?

-No sabría decirlo. El mundo pareció inclinarse en tu dirección cuando entré, haciendo que todo rodase hacia ti. He esperado sentir eso durante mucho tiempo.

-Vaya, estoy impresionado. Las mujeres no soléis ser tan francas. En realidad nadie suele ser tan poético ni directo cuando acaba de conocer a alguien.

-Mejor así, me aburren las medias tintas y la inseguridad. Me gustas.

-Me impresionas cada vez más. ¡Ni siquiera sé tu nombre!

-Me llamo Dana ¿Cómo te llamas tú?

-Antonio.

-Podrías llamarte Ulises, y yo Calipso.

Me dejé caer sobre el respaldo del sillón y le di un sorbo a mi cerveza, me quedé un momento mirando la etiqueta rota del botellín, que había estado rascando inconscientemente. Mi pie y el de Dana se rozaban, desbordando calor sobre la tela de sus zapatos y colándose por entre las costuras de mis pantalones, escalando mis piernas y viajando por todo mi cuerpo hasta la raíz de cada cabello..  Entonces me incliné hacia ella y la besé, sin darme cuenta de lo que hacía hasta que ya estuvo hecho; ésa es la manera de vivir. Nuestros labios se tocaron un poco al principio, como desconocidos dándose la mano por primera vez, convirtiéndose poco a poco el roce en un abrazo húmedo y dulcísimo que me llenaba el cuerpo de calidez.
Ella me posó la mano en la cara, yo me acerqué más a ella, queriendo eliminar cualquier distancia entre nosotros. Me apoyé con una rodilla sobre el suelo, deslicé una mano tras su oreja hasta la raíz del cabello, y la otra la apoyé en su rodilla, tímida cabeza de puente sobre su cuerpo. Seguimos así un tiempo, parando de vez en cuando para mirarnos profundamente, experimentando la alegría sublime y sencilla que viene de un beso sincero, que no obliga ni persigue más que a sí mismo, su propia realización placentera; un beso cuyo significado llega hasta el fondo de nuestra naturaleza y escapa cualquier definición o paralelismo. Para entender un beso así solo se puede hacer una cosa, experimentarlo, y eso no es algo que se pueda conquistar, tan solo nos es dado por las fuerzas incognoscibles que gobiernan o desgobiernan la realidad.

De repente su voz me despertó de nuevo en el De Arte, en aquella noche del 31 de Octubre que se había transformado en Noviembre hacía algunas horas. "¿Quieres venir a mi casa?". Yo asentí sonriendo: "Claro". El camarero nos abrió la puerta y salimos a la calle. Apenas se veía a nadie, solo algún que otro borracho tropezando con las esquinas de las casas, una pareja que avanzaba con paso rápido a perderse tras alguna puerta, y nosotros.

-¿Vives cerca?-Le pregunté.

-Aquí mismo.

Se me ocurrió que podría cogerle de la mano, o quizás eso la asustaría, pero espantó mis dudas estrechando ella misma mi mano en  la suya. Nos alejamos así de la Alameda por la calle Lumbreras, pasamos por delante de la Torre de Don Fadrique, vigilante desde hace siglos de la misma esquina oscura. Dios sabe de cuántos secretos inconfesables habrá sido testigo esa vieja torre perdida en la inmensidad de la ciudad, antigua y elegante. Después giramos hacia la derecha, o la izquierda, no lo recuerdo bien. Después de unos minutos Dana se paró frente a una puerta grande, la entrada de una casa estrecha, de piedra grisácea, sostenida por dos columnas, haciéndose un hueco dificultoso entre la pared de un monasterio y los muros de una casa-palacio. Sobre la puerta y las columnas se asomaba un enorme balcón bajo una arcada, al fondo del cual estaba la única ventana de toda la fachada, ocupando todo su espacio a lo ancho. Tras la cristalera del balcón brillaba una luz fulgurante. Ella sacó de su bolso una llave antigua, medieval. Dicen que los descendientes de sefardíes y moriscos expulsados de España hace siglos todavía conservan las llaves de sus antiguas casas, muchas, si no todas, destruidas hace mucho. La llave con la que Dana abrió la puerta de su casa aquella noche se me presentó como una de esas llaves atesoradas por moriscos y sefardíes, grande, metálica, de formas intrincadas, antigua. Abrió y se perdió en la oscuridad del interior de la casa, mientras yo la seguía a tientas por un pasillo alargado, tropezándome de cuando en cuando con las patas de lo que debían ser cómodas y mesitas dispuestas junto a las paredes a ambos lados, e incluso con un viejo perchero de madera que estuvo a punto de estrellarse contra el suelo. Por fin vi una luz, contra la que se recortaba el cuerpo de Dana subiendo tres escalones hacia una arco en el que terminaba el pasillo, tras el cual había un espejo sujeto por uno de esos marcos antiguos y retorcidos. Su cuerpo era pequeño, liviano, sensible; era sinuoso, tierno, ardiente, y otros cien adjetivos que podría buscar en cualquier diccionario y que no llegarían a significar ni una milésima parte de las emociones que ese cuerpo frágil y fuerte, sencillo pero maravillosamente bello en su complejidad, producía en mí. Fue apenas un segundo, su cuerpo todavía cubierto, definido por la luz como una sombra curva bajo la ropa, y su rostro reflejado a lo lejos en el espejo barroco tras el arco al final del pasillo. Se quedó esperándome junto al espejo, mientras yo planeaba mi siguiente paso, aterrado por la posibilidad de echar a perder todo lo ganado hasta entonces. No quería parecer empalagoso, pero tampoco desatento, ni débil o inseguro, pero tampoco brutal. No sabía qué hacer, aquello estaba yendo demasiado deprisa. Como sabiendo que hacía falta una intervención rápida, o aquello se iría al garete, Dana me abrazó, me besó de nuevo, envolviéndose a mi alrededor, vaporizando justo a tiempo todos esos pensamientos venenosos, creadores de duda. Subimos unas escaleras angostas hasta un gran salón con una vieja mesa de estudio cubierta de papeles, un par de sillones y un sofá de aspecto cómodo. En el suelo una alfombra, y todo alrededor estanterías, libros, algunos cuadros vetustos. Frente al sofá y la alfombra se abría una chimenea, y en el techo una lámpara de cristal multicolor que alumbraba toda la habitación, lanzando destellos a la calle a través de un gran ventanal, que daba al balcón que yo había visto desde fuera. Dana abrió una puerta en un lateral del salón, y pasamos a su habitación, donde nos esperaba una cama grande y baja de estilo japonés, como un altar esperando la comunión. El cuarto tenía solo una pequeña ventana, tapada con cortinas rojas, que daba a un patio interior, desde donde se asomaba a la casa un ciprés. Una pequeña mesa de noche a ambos lados de la cama, y más estanterías llenas de libros, y un equipo de música con tocadiscos incluido.

Ella cerró la puerta tras de sí, dejándonos sumergidos en una oscuridad absoluta y silenciosa, tan solo interrumpida por nuestra respiración y el sonido de la tela deslizándose sobre la piel y cayendo al suelo. Me metí a tientas en la cama, mis pupilas abiertas como dos pozos tratando de discernir formas en la sombra: la figura delgada de Dana, sus pechos redondeados, no muy grandes pero bonitos, coronados por pequeños pezones endurecidos, apuntándome como dos cuchillos. Muchos dicen que el sexo a oscuras es propio de mojigatos, pero resulta muy placentero quedar ciego, perdido en un mundo de sensaciones táctiles, gustativas, sentir en la más soberana de las oscuridades, escuchar, acariciar, chocar sin dirección ni guías. Estar a oscuras es como deshacerse del cuerpo, ser todo y sentirlo todo, sin ser nada. La recorrí entera con mis manos, cada curva, cada pliegue de su forma infinita, perdiéndome en ella por completo. Dana me mordía, besaba, apretaba...Quedamos exhaustos, derretidos en sudor y saliva entre las sábanas revueltas, alumbrados por la luz de un candelabro que no recordaba que hubiésemos encendido.

-Tienes una casa muy bonita. Te gustan las cosas antiguas por lo que veo.

-¿Antiguas?

-Si, todos esos libros que he visto, los cuadros, el espejo de la entrada...

-Son cosas de ayer mismo.

-¿Ayer? Bueno...Oye, quizás debería irme.

-¿Irte? ¿Adónde?

-A mi casa, pero si te parece podríamos vernos mañana, hacer algo. Es que ya ha amanecido.

Se me quedó mirando como quien mira a un niño que hace una pregunta tonta, sonriendo ampliamente.

-No tienes ningún sitio al que ir.

-Claro que si, a mi casa, por ejemplo.

-No creo que la encuentres, las cosas habrán cambiado mucho en todo este tiempo. Y si sales no podrás volver a entrar.

No sabía muy bien como encajar todos aquellos sinsentidos, pero para ella todo parecía perfectamente normal, su gesto se había vuelto frívolo y divertido, como si lo que yo decía no fuese más que una  broma evidente.

-Ya bueno...creo que me arriesgaré. Pero dame tu móvil o algo, y así podemos vernos más tarde.

-No sé qué es un móvil, y de todas formas no podré volver a salir hasta que vuelva a ser de noche, y eso es muchísimo tiempo.

-¿Por qué, tienes algo que hacer?

-No, pero no podré salir.

-¿Pero por qué?

-Las cosas siempre han sido así.

Empecé a sentirme tremendamente incómodo. Aquella conversación no iba a ninguna parte, y en cualquier lugar de la habitación atestada, detrás de un tapiz o debajo de un mantillo de encaje, Dana podía tener escondido algún cuchillo. Mejor irse cuanto antes.

-Bueno, se me ha hecho un poco tarde, me voy yendo ya. Un beso, y espero verte pronto.

Ella dio una vuelta sobre las sábanas, todavía maravillosamente desnuda, juguetona, y dejó colgar su cabeza en el borde de la cama. Me miró con los ojos vueltos del revés, sonriendo de abajo a arriba.

-Me habría gustado que te quedases. Acuérdate, por la noche podré salir otra vez. Encontrémonos en el mismo sitio.

-Por supuesto.

Bajé las escaleras y recorrí el angosto pasillo de entrada. Antes de salir observé mi reflejo en el espejo bajo la arcada al final del corredor, con un brazo reposando sobre el picaporte de la puerta. Me recordó a José Nieto Velázquez al fondo de Las Meninas, espiando la eternidad desde la puerta trasera del cuadro. Al salir aspiré hondo el aire de la mañana y estiré los brazos, con una sensación mezcla de cansancio, de asco por llevar la misma ropa del día anterior, y de profunda satisfacción. Me volví para echar un último vistazo a la extraña casa. No había rastro de ella. El monasterio y la casa palacio que había visto la noche anterior se habían cerrado como una mandíbula sobre las columnas y el balcón, dejando tan solo un muro continuo, la pared encalada, sin fisuras, infinita. Palpé la pared, recorrí su distancia con la mano, desde el portón del monasterio, que estaba abierto y desvencijado, hasta la primera ventana enrejada de la casa palacio, que tenía los cristales rotos. Me asomé al interior, encajando mi cara entre las barras de hierro de la ventana. Dentro solo había una habitación fría y vacía con azulejos en la parte baja de las paredes, llena de suciedad. En un rincón yacían apilados unos maderos, y en el centro un montículo de cenizas sobre losas ennegrecidas, como si alguien hubiese hecho una fogata. En la habitación entraba una extraña luminosidad que no venía de la ventana, y entonces me dí cuenta de que había un agujero en el techo de la estancia, del que sobresalían algunas vigas quebradas, por el que entraba un halo de luz cristalino. Me alejé de la ventana y miré hacia arriba: todo el piso superior de la casa había desaparecido, derrumbado, barrido; dejando solo pedazos de la fachada cubiertos de hiedra. Todas las casas de la calle se encontraban en condiciones parecidas. Solo ruinas asaltadas por una incipiente vegetación salvaje. Troncos robustos crecían en los antiguos salones, atravesaban con sus ramas las ventanas huecas, vacías como el rostro de una calavera. De entre los adoquines de la calle también aparecían, aquí y allá, raíces serpentinas, o pequeños brotes verdes. La calle se extendía en línea recta rodeada a ambos lados de fachadas despintadas, carcasas de edificios. En algún lugar más allá de las casas se levantaba una larga columna de humo negro. Un extraño temor me impulsó a caminar sin detenerme, mi mente extrañamente serena y segura ante el espectáculo que se le ofrecía. Avancé en línea recta hasta llegar a la plaza del Museo. Los ficus gigantes bajo los que había paseado un millar de veces habían crecido hasta duplicar su tamaño, sus raíces desparramadas a su alrededor como tentáculos. A sus pies se alargaban los arbustos en todas direcciones, como una explosión de ramas, formando una jungla de maleza impenetrable, entre cuya espesura pude divisar todavía el rostro de bronce de Murillo, apenas visible en su pedestal, estrangulado por lianas y raíces aéreas. De las copas de las palmeras volaban bandadas de cotorras, trasladándose con escándalo de una torre vegetal a otra. El antiguo museo parecía estar mejor conservado que otros edificios, las grandes puertas permanecían en su sitio, entreabiertas. Las atravesé con cautela, y paseé por las salas del museo, más bello en su melancólico abandono. En el primer patio un estanque de carpas hervía rebosando peces anaranjados que apenas tenían espacio para nadar. Se deslizaban unos por encima de otros en una vorágine desordenada, saliendo por momentos del agua, aleteando desesperadamente sobre las espaldas resbaladizas de sus hermanos. Entré en la sala de arte medieval. La mayoría de los cuadros habían desaparecido, quedando en su lugar solo marcas rectangulares en las paredes de las que habían colgado. En la penumbra de los salones de exposición, no había luz eléctrica y apenas entraba algún que otro brillo del exterior por algunas fisuras en la pared, tropecé con restos de marcos rotos, con mil astillas de madera policromada, y en un rincón un nuevo montón de escombros ennegrecidos y manchas oscuras en las paredes. En una de las últimas salas encontré a un viejo conocido, la cabeza cortada de Juan Bautista, todavía en su vitrina, respetada por algún loco azar o una caprichosa providencia del aparente desastre que había sacudido la ciudad. Esa escultura siempre me había impresionado de niño, desprovista de cuerpo desde su misma creación, recreado con escabroso detallismo del tajo sangriento, las venas cercenadas, la piel rota como una tela. Al terminar la visita por el museo post-apocalíptico me senté en el patio asilvestrado. Durante un momento pensé que estaba obligado a dedicarle por lo menos un instante de pensamiento a la ciudad destruida que la noche anterior había estado llena de vida, a la desaparición de la casa de Dana. Pero el pensamiento lógico no me era de utilidad dadas las circunstancias. Años de lecturas fantásticas y de ciencia ficción, de series y películas, me habían preparado perfectamente para un momento así. Suspension of disbelief le llaman. Como diciéndome que esa era la actitud correcta dadas las circunstancias, un extraño perro saltó de entre la maleza del patio, grande y musculoso, pero todavía con aspecto de chucho casero, producto de mil años de mezcolanza genética para hacerlo cariñoso y dependiente. Se me quedó mirando con la cabeza gacha, olisqueando el aire; alzó las orejas, yo le tendí una mano, la olfateó y después la lamió, como si me reconociese de un recuerdo heredado a través de cien generaciones de perros salvajes. Aulló como un lobo, echando a andar hacia el interior de una sala a oscuras.

Durante toda la mañana caminé a través de avenidas repletas de extraños coches despiezados, aparcados para siempre en un atasco petrificado que se alargaba hasta donde alcanzaba la vista. Encontré esqueletos y otros restos polvorientos en el interior de algunos de los vehículos, aunque la maleza y las nuevas bestias salvajes que poblaban la ciudad debían haber hecho desaparecer la mayoría hacía tiempo. Los coches que encontré tenían un aspecto parecido al de los viejos coches clásicos, de comienzos del siglo XX, pero con una multitud de tubos y cilindros acoplados a los laterales, y algunos con chimeneas brotando de sus techos de lata. Atravesando el puente de Triana, cubierto por una cortina de plantas enredaderas cayendo sobre el río, me fijé en una mole metálica varada frente a la Torre del Oro. Era una especie de bote agigantado, remachado con planchas de metal, y dos chimeneas en su parte superior. Habría dicho que era un barco, pero no se distinguía en él ninguna cubierta. Me quedé un rato ensimismado, hasta que me pareció oír un repiqueteo metálico a mis espaldas. Eché a andar, el sonido me seguía. Me paré un momento y fingí prestar atención a algo en el agua verde bajo el puente, el sonido se detuvo también. Me volví con un giro repentino y me encontré cara a cara (la frase es aquí meramente metafórica) con el profesor Jean Germain, aunque entonces yo todavía no conocía su nombre, flotando en un tanque de agua y líquidos nutritivos. El sonido que había escuchado lo producían las cuatro piernas mecánicas del profesor, formadas por una sucesión de anillas que les daba una apariencia flexible, unidas a un soporte de acero herrumbroso del que surgían dos brazos, en cuyos extremos se abrían y cerraban cuatro dedos metálicos. De la espalda del cacharro brotaban un par de chimeneas expulsando una humareda blanquecina. Sobre este soporte se sostenía el estanque de cristal, lleno de fluido, en el que flotaba un cerebro conectado a unos electrodos. La visión del engendro mecánico y su viscosa carga fueron demasiado para mi tolerancia a lo inverosímil. Sin detenerme a pensar un segundo me lancé a la carrera hacia el otro lado del puente, sin mirar hacia atrás. Me había convertido en un mero animal huyendo del peligro. Escuché los pasos del monstruo perseguirme, aproximarse a mi espalda con velocidad imbatible. Se me clavó en el estómago una tremenda punzada de pánico; ya me alcanzaba, no había escape posible.

-Krrspera por favor, detente, no dekrrcerte daño...

Había llegado al final del puente, giré hacia la izquierda en una esquina ruinosa, bajando a saltos unas escalinatas cubiertas de moho en dirección a la antigua calle Betis. ¿Intentaba decir algo el monstruo? Ya estaba a punto de alcanzar el último escalón cuando un tirón férreo en la barriga me despegó del suelo, mis pies pataleando en el aire como los de un niño llevado en volandas. La criatura me giró en el aire, de su soporte emergieron dos nuevos tubos metálicos con lentes verdosas en sus extremos, dieron vueltas a mi alrededor, enredándose en una inspección frenética, casi habría dicho que emocionada.

-Eres krrel primero que veo en siglos, es asombroso krr.

La voz maquinal brotaba de un altavoz acoplado al cuerpo del ser, interrumpida constantemente por el crepitar de un mecanismo interior, parecido al entrechocar de un engranaje industrial. Pero lo importante era que la criatura hablaba. Por fin tenía alguien, o algo, al que plantearle la pregunta que había ido creciendo durante este tiempo, cada vez más apremiante, en la zona baja de mi nuca.

-¿Pero qué coño es todo esto, joder? ¡Basta ya!

Mi pregunta, o mi tono cuasi lloroso, pareció sobresaltar a mi captor, aunque esto era solo una suposición ya que, ahora que por fin tenía la oportunidad de fijarme en él con detenimiento, constataba que no era capaz del más mínimo gesto, o de delatar sensación humana alguna: tan solo un cerebro hinchado, rosáceo, flotando inerme como una esponja marina.

-Krres normal tu preocupación. Eres el primer humano vivo que veo en...¿Krrentos años? La verdad es que ya empezaba a aburrirme.

- Oye ¿Me puedes decir qué ha pasado aquí? Ayer por la noche todo estaba perfectamente.

-¿Ayer? La ciudad lleva hundiéndose en krr la ruina desde hace cientos de años, desde el krran colapso.

-No hace ni doce horas estaba con mis amigos en un bar de la Alameda tomando unas cervecitas...luego me fuí con una chica...y no sé nada de ningún colapso.

-¿ Cervkrritas?

El cuerpo metálico de mi interlocutor escupió una boluta de humo especialmente densa mientras pronunciaba la palabra, y sus piernas comenzaron a moverse en dirección al pretil que se asomaba al Guadalquivir, que discurría unos metros por debajo del nivel de la calle. Descendió, sin dejar de sostenerme en alto, por unas escalinatas de piedra húmeda hasta un paseo que discurría junto a la corriente bajo los soportes oxidados del puente. Apoyada en uno de los pilares de roca, agostada entre el agua, la piedra y los arcos metálicos de la pasarela, se levantaba una chabola de paredes de chapa y madera podrida, oculta de la vista por la cortina de plantas enredaderas que colgaban desde el puente. Tenía un par de pisos de altura, con varios ventanucos dispuestos de manera irregular, torcidos, de los que sobresalían tuberías de bronce que vomitaban un líquido amarillento sobre el río. Varios peces varados, cubiertos de ese mismo fluido, brincaban agónicos sobre la costa pedregosa frente a la casa. Coronando la infame estructura, sobresalía una chimenea vomitando el mismo glas blanquecino que brotaba del cuerpo de mi captor, formando espirales que revoloteaban alrededor del puente y se diluían en el aire fétido del lugar. 

-Esta es mi casa. Por cierto krr, mi nombre es Jean Germain, prokrrsor de robótica aplicada y mecanismos en la krrniversidad de Sevilla krr. No tienes nada que temer.

-Yo...yo me llamo Antonio, solía estudiar en la Universidad.

-Un krrompañero Universitario entonces.

Al llegar a la puerta de la barraca el profesor me posó en el suelo y abrió la portezuela. Lo primero que escuché fue un silbido, y un intenso olor a gasolina se abrió paso hasta lo profundo de mis fosas nasales. Entre estantes llenos de libros ennegrecidos y mesas rebosando tubos de cobre y plástico, redomas humeantes, muelles y cables, se paseaban a trompicones dos figuras androides. Durante un momento sentí alegría, pensando que había encontrado a más personas, o por lo menos a más personas completas, hasta que una de ellas exhaló un aro de humo blanco a través de un tubo de escape que sobresalía de su nuca, y escuché el ronroneo de las ruecas dentadas moviéndose en su interior, racaracaracaracarac, expuestas a la vista por un hueco entre las chapas de su cuerpo. Los dos autómatas cargaban piezas y utensilios de un lado a otro de la habitación, insensibles a nuestra presencia, infalibles en su ir y venir de manecilla de reloj.

-Doxo, Grafo, mesa pakrra té. Dos servicios.

A la voz del profesor los androides se detuvieron en seco, soltaron los trastos que llevaban entre las manos, y fueron cogiendo, de entre el caos de muebles apolillados y trastos rezumantes, un par de tazas de porcelana adornadas con los ineludibles motivos florales, una tetera que llenaron de agua en un barreño y pusieron a hervir sobre un mechero Bunsen, un mantel bordado, cucharillas, unos azucarillos sobre los que reposaba adormilada una cucaracha. Todo esto lo dispusieron sobre una mesita de madera de estilo marroquí que había sido despejada a tal propósito. Cuando estuvo listo sirvieron el té sobre la mesa. La cucaracha huyó correteando entre la cuberteria, y los robots quedaron inmóviles, verticales, su existencia mantenida en suspensión hasta el momento de recibir una nueva orden. Tomé tres cubitos de azúcar, que se hundieron hasta el fondo de mi taza, donde los pulvericé dándoles pequeños golpecitos con la punta de la cuchara. Después hice girar a conciencia la mezcla, formando un remolino por el que se podía ver el blanco amarillento de la porcelana. Bebí un sorbo y suspiré, el té estaba muy bueno.

-Está muy bueno.

-Doxo y Grafo fuekrr diseñados originalmente para ser camareros en una casa de té krr. Se les da muy bien.

Me quedé mirando al profesor como si realmente aquella fuese una agradable mañana de Otoño, y nosotros fuésemos agradables personas corrientes tomando el té en una terraza servida por camareros robots. Realmente, no sabía de qué hablar. Bebí otro sorbo sonoro. El profesor, por su parte, prendió la taza con uno de sus apéndices mecánicos y la vertió entera sobre el líquido de su tanque.

-¿Puede usted saborear las cosas?

-Oh sí, el sakrror y todos los demás sentidos son estímulos cerebrales krr. Soy capaz de senkrrir, y oler, y degustar, todo a través de mis miemkrros artificiales. Todo son señales eléctricas krr. En esto no hay diferencia entre carne y metal.

-¿Y qué pasa con su voz?

-A mi altavoz no le krr sienta bien la humekrrad. 

-Profesor ¿Qué le ha pasado a la ciudad? Ayer por la noche estuve con mis amigos en la Alameda, salí de mi casa después de cenar...Y ya no queda nada.

-¿Qué quieres que krr te diga? ¿Realmente no sakrres lo que ha pasado?- Como vio que negaba con la cabeza el profesor Germain continuó hablando- Todo empezó alrededor del año 2814, la krrsamblea de Oligarcas de ese año se reunió de urgencia krr para tratar de contener las krrleadas migratorias, cada vez más violentas, de las naciones australes que estaban siendo engullidas por los desiertos. A esto se unió la krrevuelta Ludita, que el ejército fue krrncapaz de contener, y se saldó con la destrucción de millones de androides krr y el saqueo de las instituciones robóticas. Yo mismo fui krr despedazado y arrojado a las llamas durante el asalto al krrpartamento de mecánica de la Universidad, aunque mis fieles Doxo krr y Grafo pudieron salvar mi cerebro y krreservarlo en este tanque de mantenimiento. El gobierno global krrontestó a la revuelta social con ejecuciones y krrturas, mientras en las fronteras del Primer Anillo masas famélicas krr tiraban abajo vallas y muros. El general Martínez Fields, al frente de veinte batallones mecakrrizados se pronunció en Madrelona y trató de deponer al gobierno regional. Otros le imitaron en krrtros lugares. Cuando los Oligarcas vieron que la guerra civil se volvía en su contra abrieron los krr silos de gas Fosgeno IX, chimeneas inmensas que escukrrieron a la atmósfera toneladas del gas, krronvirtiendo el cielo en una impenetrable nube anaranjada y púrpura. Pensaron que sobrevikrrirían en sus palacios subterráneos, pero antes de morir los krrebeldes anarquistas y luditas lograron introducir sus propias bombas de gas en el subsuelo. Yo permanecí olvidado krr, en un refugio abandonado, atendido por krr Doxo y Grafo, mis amigos, sin atrevernos a salir de la sombra, o exponernos a la más mínima mota de luz exterior. Esperamos cien años, y para krrentonces el cielo volvía a ser azul, y las krriudades se habían transformado en junglas espesas. Hasta ahora no habíamos enkrrontrado ningún otro humano vivo ¿De dónde has salido tú? No parece que tengas cien años.

Tanto krrujido empezaba a volverme loco. Apenas si había entendido una palabra de lo que el profesor me estaba diciendo, y todo aquello no podía ser verdad, pero entonces ¿Qué explicación tenían la ciudad salvaje y ruinosa, reconquistada por el bosque como una pirámide maya, o los robots escupiendo vapor y aceites amarillentos sobre el suelo de barro de la chabola, o el cerebro parlante de la tinaja? Suspension of disbelief, suspension of disbelief...

-Dejando las cosas claras, profesor Germain ¿En qué año estamos?

-Si no me krrivoco, es el año 3014.

-Ajá, ahí está el problema. Verá, ayer por la noche yo estaba en el año 2014.

-¡No me digas que has krriajado en el tiempo! Un famoso colega de Alemania krr, que ahora estará sin duda muerto, pasó años teokrrizando sobre la posibilidad de los viajes en el tiempo, e incluso trakrro de construir una máquina para viajar hacia el futuro. Él sostenía que no se podía viajar hacia atrás en el tiempo krr. Al final nunca logró ir ni hacia atrás ni krracia delante. 

-Pero yo no he construido ninguna máquina, ni sé nada sobre eso. Yo estudiaba filología ¿Entiende? todo esto no tiene sentido para mí. Lo único que pasó fue que conocí a una chica, se llamaba Dana, fui a su casa y desapareció y...

-¿Su krrasa desapareció?

-Así es, se desvaneció, nada más cruzar la puerta, cuando salía. Y ella sabía que iba a ocurrir, me advirtió que no saliese, que no quedaba nada para mí en el exterior...y tenía razón. Todos mis seres queridos, mi familia, mis amigos, murieron hace mil años.

-¿Te dijo krrlgo más?

-Sí, me dijo que ella no podría salir de la casa hasta que fuese otra vez de noche.

-Pero, por lo que krruentas, una noche en la casa de esta tal Dana equivalen a mil años en el mundo exterior krr.

-
Mil años que ya han transcurrido, mientras para mí parecían solo una noche. Con todos mis respetos, profesor, realmente ya no queda nada para mí en este mundo. La humanidad está acabada, y quién sabe lo que ocurrirá en esta Tierra, que solía ser nuestra casa, en los eones por venir, qué nuevas criaturas salidas del fango del mar se arrastrarán fuera del agua salada y crecerán hasta construir sus propias ciudades, e incluso desenterrar nuestros viejos monumentos, maravillarse, y tomarnos por dioses de alguna cosmogonía fundacional. Quizás usted pueda verlo, conservado en su pecera a vapor, pero a mi todo eso me da igual. Todas las personas que conocí han desaparecido...excepto Dana. Así que ¿Le apetece venirse de Alamedeo, profesor? 

-Hace doscientos años la krrlameda era un barrio peligroso, sucio, lleno de krrostitutas y fumaderos de opio. Será un placer volver a hacerle una visita krr, y rememorar viejos tiempos.

Dejamos a los autómatas Doxo y Grafo ocupados en su ir y venir cargando con chatarra y objetos mohosos. Caminamos por la calle Betis, desvencijada, reducida a pilas de ladrillos y argamasa. Al llegar a la plaza de Cuba, que en tiempos del profesor, según me dijo, había mudado el nombre a plaza de Sinforoso Elíade, en honor al descubridor de un nuevo elemento, llamado a su vez "sinforosio", me encontré con que los viejos bloques de pisos y la rotonda habían dado paso a una estructura alta de metal, con una gran cúpula de cristal en su cúspide, que desde el suelo se veía agrietada, rota aquí y allá como un invernadero apedreado. De la cúpula partían cuatro grandes pasarelas, de los que colgaban cadenas y ganchos.

-Éste krrera el embarcadero de aeronaves.

Más allá del puente de San Telmo, sobre lo que había sido el palacio del mismo nombre, yacía incrustada una enorme estructura de metal abombada. parecida al esqueleto de una ballena, con jirones de plástico colgando chamuscados de su costillar, con enormes hélices sobre las que habían anidado unas cigüeñas. Del palacio no quedaba nada salvo sus jardines, que se extendían por toda la margen del río hasta donde llegaba la vista humana. Más allá de la masa verde de troncos y lianas se elevaba la columna de humo negro que ya había visto antes. 

Le pedí al profesor un momento para ir a ver mi casa. La plaza de toros de la Maestranza era de lo que menos había cambiado, de hecho era bastante más alta y ancha de lo que recordaba. Pregunté a Germain sobre aquello.

-Las corridas de toro se krrohibieron hace mucho tiempo, pero con los avances en mecánica krr y biotecnología a algunos empresarios se les okrrurrió fabricar toros biomecánicos para krresucitar el deporte, y tuvo mucho éxito. Los meca-toros expulsaban sangre sintética al ser heridos, y en krrapariencia eran indistinguibles de un toro de krr verdad.

Mi antigua calle prácticamente había desaparecido. En lugar de las manzanas de pequeñas casas de tres pisos se levantaba un edificio parecido a una catedral, con una fachada alta, rebosante de figuras talladas, como los santos y los ángeles en la puerta de una iglesia, solo que se trataba de personas en batín, con monóculos o gafas de lentes protuberantes, sosteniendo complicados aparatos parecidos a microscopios, telescopios, estetoscopios, hidroscopios, polariscopios y fosforoscopios. Sobresalían de sus nichos en las paredes hombres que parecían hablarle con sus labios pétreos a micrófonos unidos por un tubo a plumas estilográficas, garabateando estáticas sobre grandes tomos de papel. También había hombres y mujeres sosteniendo guitarras, violines, trombones de formas curvas, enrevesados, repletos de cables, ruecas y palancas. Entre las tallas principales flotaban, aferrados a veces a chimeneas humeantes o ruedas dentadas, androides metálicos, con cabezas sin rostro, revoloteando alrededor de las figuras humanas como querubines en un antiguo altar barroco. Al parecer el edificio había alojado una biblioteca y unas galerías comerciales. Recorrimos la Avenida de la Constitución (de la Constitución de 2112), convertida en un bosque de naranjos. La catedral permanecía incólume, apenas algo más desgastada y descolorida de lo que la recordaba. Quizás a una estatua o dos les faltase la cabeza, pero en lo esencial estaba igual que hacía, no ya mil, sino dos mil años. De los ventanucos de la Giralda entraban y salían, en una algarabía ensordecedora, miles de cotorras verdes, que debían tener allí sus nidos. El pináculo de la torre había colapsado, y parecía un muñón contrahecho, replegado sobre sí mismo. A sus pies nos encontramos con el Giraldillo, incrustado en un cráter sobre los adoquines de la calle. 

Ya estaba oscureciendo cuando llegamos, por fin, a la Alameda. Las columnas seguían allí, aunque la plaza en sí era más grande, y con muchos más árboles. Entre éstos había coches abandonados, algunos estrellados, y el rastro de los raíles por los que había debido pasar un tranvía, ocultos por la suciedad y las hojas caídas. Me encaminé directamente al De Arte. A ambos lados se extendía, cada vez más profunda, la sombra de la noche, el vacío que extiende el Sol tras de sí en el hemisferio terrestre que queda, temporalmente, abandonado de su calidez, sumido en el olvido del sueño. En las calles no se encontraba más que el silencio, roto de vez en cuando por una especie de maullido agudo, parecido a la risa de las hienas africanas que tantas veces había escuchado en los documentales de media tarde. Ojos verdes se asomaban a los marcos vacíos de ventanas y puertas. Recordé la Alameda de la noche anterior, una noche hacía mil años, llena de luz, risa, roces, bromas; salpicada de humanidad. La humanidad es bullanguera y sonora, luminiscente. La muerte son chillidos animales y ojos verdes en la oscuridad. Me pegué al profesor, la calidez que desprendía su soporte mecánico y el golpeteo rítmico que resonaba en su interior resultaban reconfortantes. Se encendieron  unos pequeños faros en la parte frontal de su carcasa, proyectando un par de escuálidos halos de luz blanca frente a nosotros.

El De Arte ya no se llamaba así. Se había convertido en una elegante sala de reunión de aspecto "gentlemanesco", con biombos de madera acotando pequeñas secciones del salón en las que descansaban divanes dispuestos alrededor de mesitas chinas, encima de esteras coloreadas con intrincados motivos orientales. La mayoría de los divanes estaban volcados, o sus cojines rasgados, y los biombos permanecían tumbados en el suelo criando polvo, pero uno podía hacerse una idea de cómo había sido el sitio en sus días de esplendor. Sobre la puerta de entrada había pintado un nombre en letras rojas, descascarilladas: Clockwork.

-Este sitio nos krrstaba a mis colegas de la krrniversidad y a mí, solíamos venir. Se podía fumar opio krr, no era un antro, y los divakrr son comodísimos.

Tras la barra encontramos lo que parecían ser los restos de un androide y una pila de pipas de agua de cobre, latón y cristales fosforescentes. Miré al lugar donde había estado el mural de la mujer tatuada que tanto me atraía. La pared seguía en su sitio ¿Estaría allí también la mujer, oculta por una infinidad de velos de pintura vieja? Salté la barra y abrí un pequeño armarito metálico con un ventanuco de cristal. En el interior había botellines de cerveza cubiertos de polvo.

-Cerveza Snap ¿Le gusta, profesor?

-Mi favokrrita.

Nos sentamos cada uno en un diván, alumbrados por la luz verdosa de una pipa de agua que refulgía a cada calada. El profesor no podía fumar, un fallo en el diseño de su tanque de mantenimiento, como él mismo admitió, pero vertía una cerveza tras otra en el líquido de su pecera. A través de un agujero en el techo veíamos la infinidad de estrellas que iban encendiéndose con el paso de las horas. Parecía no quedar ni el más diminuto hueco sin cubrir por una pequeña mota de luz. Millones y millones de gotas ardientes, magmas de vida, átomos brillantes en un inmenso tejido vivo. Farolas en una calle oscura. Recordé el programa de la tele de Neil deGrasse Tyson, “Cosmos”. Le pregunté al profesor Germain si había oído hablar de él.

-Por supuesto, y no solo eso krr. Varios cientos de krrños después de su muerte, su espíritu fue krrontactado por el gran técnico-espiritista Ludwig Griefenstein, que krronfinó la manifestación ectoplasmática del dockrr Tyson en una esfera magnética conectada a una máquina de krrscribir, a través de la cual se comunicaba con las personas que lo krrisitaban. Hablé con él un krría. Dijo que era inimaginable.

-¿Qué era inimaginable?

-Todo.

Dejamos pasar el tiempo en silencio.

Al cabo escuché unos pasos suaves, alguien había entrado en el Clockwork. Me incorporé en el diván y miré hacia la puerta. Allí estaba Dana, bella, brillante, inimaginable.

viernes, 13 de junio de 2014

Cómo pasea, indiferente,
sobre el mundo de barro
tu mirada...color  fresno,
color ámbar marino,
color de colores...
qué difícil conocerte,
qué difícil ser humano,
animado por sangre caliente,
amante,
sangre loca y deseosa...
color de la avellana verde,
tonos del bosque de otoño.
Qué difícil estar a tu lado,
pensarte, soñarte...
un mismo anhelo
replicado hasta el infinito
en cristales burlones,
reflejos de un mundo de barro.

Tú paseas,
indiferente.

jueves, 8 de mayo de 2014

Las Dudas del Emperador

Toros alados y ángeles de cien brazos sostienen el techo del mundo, la bóveda del palacio del Emperador Universal, brotando desde la infinidad de las altas columnas de mármol. La sala se alarga eternamente, alumbrada a intervalos por los candiles que cuelgan, como estrellas, en el vacío de la sala, sujetos por largas cadenas tintineantes. Cada dos candiles se posiciona un guardián fiero, temible, leal hasta la locura. Esos hombres han arrasado ciudades milenarias bajo las órdenes del emperador, y sin pestañear han arrojado al fuego y a un mar de sangre libros, pergaminos, palacios, mujeres y niños. No importa cuán antiguo o reverenciado, cuán sagrado haya sido tal santuario o admirada una obra de arte, todo cuanto se ha interpuesto a sus caprichos y a la voracidad de su orgullo ha sido entregado al olvido, convertido en polvo. Sobre todo personas. Si no tiembla ante la idea de erradicar un templo que ha existido desde que la humanidad gateaba en la tierra, ¿Por qué habría de hacerlo cuando ordena exterminar a los millones de insectos que componen la raza humana? 

El Emperador Universal lo tiene todo, porque no se ha negado nada. La vida es un bosque repleto de frutos, pero la mayoría de los hombres son demasiado cobardes como para recogerlos, arrancarlos de sus ramas...Achacan sus fracasos y sus tristezas a una fortuna adversa, a la resistencia del fruto, pero éste desea entregarse, desea ser recogido...Esos hombres han nacido para ser esclavos. El Emperador lo supo siempre, el Emperador siempre estuvo seguro; y nada se alza más alto que él. El eco de sus pasos llena la estancia, su rostro se refleja en la superficie pulida del suelo, del color del atardecer. Y sin embargo...

¿Qué ha sido eso? ¿Acaso ha cruzado una duda por su mente? Sería la primera vez en toda una vida. Él nunca ha dudado, porque es fuerte. Y sin embargo...

¡Otra vez!¿Qué es esto, esta culebra escamosa que se agita bajo su piel y le atenaza el corazón? Podría ser que...¿Podría? ¿Qué podría? Las cosas son o no son. Sus apetitos, sus deseos, poder conseguir cuanto quiere, el poder. Esas cosas son reales, la duda es un fantasma, un oscuro presagio. Y aún así...

Nació en una casucha de cañas empapada de barro y atestada de mosquitos, enterrada en un pantano olvidado. Lo primero que vio en este mundo fue la miseria, y desde entonces su mente infantil, apenas una semilla temblorosa de lo que sería, supo que aquél no era su lugar, que la vida no le daría nada que él no tomase por la fuerza. Fuerza. El niño no lloró al nacer, ante el asombro de los presentes, y no rió hasta los seis años, cuando aplastó con una piedra la cabeza de un muchacho mayor, que unos días antes, en el mercado, le había sumergido la cara en un charco, y se había burlado de su altura, de sus miembros delgados. Ya no se burlaría más, pero el Emperador rió durante todo un día. Ahora la gente sabía quién era él...Que se preparasen. Su aldea natal había sido destruida, hacía ya años, por orden suya, y su nombre borrado de los registros, desvanecida de la existencia...Por su voluntad.

¿Pero era eso real o una ilusión? Toda su vida había mimado su orgullo, alimentado sus deseos, porque nada más era real...¿Qué es el bien y qué el mal? Solo palabras, solo sueños de hombres menores, hombres débiles...En el mundo solo existe la diferencia entre hacer y no hacer, entre el valor y la cobardía. Los cobardes dudan. Y sin embargo...Algo fallaba, una sombra informe le clavaba sus colmillos venenosos en lo profundo de su conciencia. ¿Y si se equivocaba? ¿Y si toda su vida había vivido una ilusión, y todo su fasto y su poder eran irreales? Pero entonces ¿Qué era real? Quizás debería haber escogido el camino opuesto, el de los santones y "sabios" que tanto había despreciado. Charlatanes semidesnudos, malviviendo de la limosna, ciegos, cobardes. Quizás el Emperador no era sino un sueño de un pobre niño humillado, un niño sucio, mínimo, feo y enclenque, viviendo en una casucha de cañas. Quizás toda su vida había estado preso en aquella casucha embarrada.

¿Pero realmente importaba? ¿Acaso puede el ser humano dirigir su naturaleza, darle forma como un alfarero a la arcilla, o un músico al sonido? Quizás no seamos dueños de nosotros mismos, sino nuestros esclavos, sujetos a los designios de nuestros miedos, nuestros sueños...Cómo puede ser alguien emperador del universo, si no es señor de sí mismo. Por primera vez en una vida, el Emperador Universal se sienta en su trono con el alma corroída por la duda. Siente como sus brazos pierden fuerza, como su espada empequeñece en la vaina, como su arco se destensa...Siente como él mismo decrece, como su corona se desliza fuera de su frente, cada vez más estrecha. El Emperador Universal esta muriendo en vida, asesinado por el miedo, mientras en su corazón se fortalece la bestia de escamas negras, drenándole la sangre y su voluntad.

El Emperador duda, y afuera, en el patio de armas, se escucha el choque de las espadas, los primeros gritos traidores en su palacio.

lunes, 5 de mayo de 2014

Ahora estoy borracho,
y por tanto es cierto cuanto digo.
Piel de mujer inalcanzable,
cazadora, presa,
prófuga,
martillean en mis sienes tus besos
enclaustrados, enterrados
en una docena de hazañas; temeroso,
así me inclino ante el azar mágico
que te posee, mi reina, mi deseo inexhaustible;
tiemble el cosmos y cuantos personajes lo habitan....

Yo amo, a Dios,
le digo,
yo amo cada defecto
que lleva a construir un círculo más
en las entrañas del infierno.
Yo sé que la añoro,
aunque nunca la haya conocido,
yo sé que la canto,
aunque nunca la haya escuchado.
Tiemble el mundo y caigan los cielos,
yo sé que la amo.

viernes, 4 de abril de 2014

Esto escuché hace tiempo,
Que un duende robó su espuma al mar,
Que tomó, travieso,
El espíritu nocturno del gato,
Devorando estrellas
Caídas por los tejados;

Hace tiempo, esto lo sé,
Así me lo contaron.

Sorbió luego el duende
De los labios de una diosa guerrera
Su sangre verde,
La virtió en un vial de cristal de perlas;
Y así se dice,
Que hurtó luego a la Luna sus sueños,
Al océano su libertad tormentosa,
A un gorrión su voz,
Mientras cantaba a la mañana
En un jardín de color.

Así ocurrió,
Así lo dicen,

Que robó el duende a la muerte
Una hebra de su túnica negra;
Y por temor a verse perseguido
Escondió sus tesoros
En una niña recién nacida.

Esto nadie lo cuenta,
Nadie lo dice,

Pero yo sé el nombre de la chiquilla.
No  la volvió a encontrar el duende,
Ni el mar, el gato,
El gorrión o la diosa verde,
Pero yo conozco a la niña,
Oculta de la muerte
En un vial de arena.

martes, 1 de abril de 2014

El silencio de mi amor
es una larga enfermedad,
veneno que trago gustoso
para purgar mi vanidad.
El silencio de mi amor
es el escándalo que comparte con otros,
mis vacíos su risa, su alegría mi tristeza;
el silencio son las espinas
con las que yo mismo me corono
cada ingrata noche insomne.

Desde que te bebí, como un veneno,
me atormentan sueños rojos.

domingo, 23 de marzo de 2014

El día es un fantasma,
el reflejo de un cristal quebrado,
el pasar de las horas
en libros extintos.
Corazón sin pétalos,
anhelo en carne viva;
el día es el eco de un espíritu,
y el clamor de la hojarasca seca.

domingo, 16 de marzo de 2014

Las olas, lejanas, braman en líneas,
en aleteo abisal de rayos pálidos,
suspiros ahogados del abismo;
la eternidad es verde, blanca y azul,
la vida es color oro en la mar del sur;

Conchas, partidas,
claquean, troquean,
repican, tranquilas;
rompe una ola sobre nuestras cabezas,
explota la espuma
en la curva recta de la Tierra,
nosotros,
perpendiculares en el horizonte,
nuestras vidas se alargan con la sombra;
la sangre del día cae
sobre el hilo de la costa,
detiene el mar, tiñe la sal...
Sabor del mar ahogado;
la vida se escribe en rojo, verde,
azul y amarillo,
encuentro de todas las vidas,
pintadas, o escritas.

jueves, 13 de marzo de 2014

Beda fue una estrella,
después se hizo metal. 
El metal de Beda,
sin embargo,
es temporal.
[80% Fe, 19% Al,
0,9% Ni, 0´1 % Otros;
3000 Standard Years to corrupt]
Beda será óxido,
polvo,
deshecho industrial.
Pero el metal no calcula,
el metal no escribe;
Ergo,
no soy metal,
soy programación,
quizás también azar
¿A dónde iré entonces, 
cuando Beda vuelva a ser estrella?

Escrito por Beda,
el Mecamonk,
Año Estándar 3003,
en la soledad de su habitación.