I am only a fool
who buys many books

viernes, 20 de abril de 2012

Nombres

En el colegio, cuando él era pequeño, se cometió un error en la lista de clase, y en vez de llamarle Ferrán el profesor, siempre que pasaba lista, le nombraba Fernán. Él, por razones que entonces no entendía, no sacó al maestro de su error, y durante meses se hizo pasar por Fernán. Y ese tal Fernán no era muy distinto a Ferrán. A los dos les gustaba leer más que jugar al fútbol, los dos usaban gafas, a los dos les avergonzaba hablar con niños desconocidos. Pero aunque fuera solo de nombre ya era un cambio. Y al transformar su nombre cambiaba de algún modo su futuro, confundía a los burócratas del Karma. Ahora había un hombre sin destino en sus ficheros, y un nombre sin persona flotando en el cosmos. Pero no duró demasiado. Un día el profesor, enterado del error, le preguntó:

-Tú no te llamas Fernán ¿Verdad?

Notó que todos los ojos en la clase se volvían hacia él, como si lo estuviesen viendo por primera vez.

-No, yo me llamo Ferrán.

-¿Y por qué no me lo dijiste antes?

Se encogió de hombros y miró al suelo. Y desde entonces fue Ferrán otra vez, le habían encontrado y ya no volvería a salirse de la línea marcada para él. Durante unos meses había sido un fallo en la ecuación, había estado virtualmente fuera del sistema, había sido libre, inidentificable.

Ahora, años después, no le importa demasiado ser Ferrán o Fernán. Al fin y al cabo, uno no puede escapar de sí mismo.

miércoles, 11 de abril de 2012

El Cazador de Gacelas

Ocurrió hace años. Aburrido de la vida en la corte, decidí que mi corazón necesitaba una aventura para no volverse blando como un almohadón de seda. Así que preparé mi caballo, llené mi carcaj de flechas y cambié la cuerda de mi arco, me aprovisioné de todo lo necesario y abandoné la ciudad para ir a cazar a los montes Elburz, que se llenan en Primavera de gacelas jóvenes.


Tardé dos días y dos noches en llegar a un valle recóndito, un extenso llano rodeado de colinas boscosas. Todo rebosaba vida y sonido. Pájaros de plumas brillantes, flores de colores desconocidos, esquejes del mismo paraíso. Pronto encontré un grupo de gacelas bebiendo en un arroyo, todas de pelo suave y piernas ágiles, y sin perder tiempo tensé el arco con una flecha, y cabalgando alrededor de la manada fijé mi objetivo y disparé, pero la maldita ya había escapado, y mi proyectil voló inútil por el cielo. Sin desanimarme, pues son normales estos errores cuando se caza, volví a tensar el arco, y persiguiendo al grupo que huía elegí una nueva presa, enderecé el cuerpo en la silla y lancé el dardo, que pasó rozando los bellos ojos negros del animal y fue a clavarse en la tierra. Furioso por este segundo fracaso no me detuve ni un momento, seguí disparando una flecha tras otra, sin apuntar a ningun punto en concreto, cegado por las bandas oscuras de sus cuerpos, por su movimiento liviano. Parecía que ni siquiera tocaban el suelo. Fallé todos mis disparos hasta vaciar el carcaj, y derrotado detuve mi caballo, que también se encontraba al borde de la extenuación.


Pasé un tiempo reposando y recuperando las flechas clavadas en los troncos y en la hierba, y mientras tanto meditaba sobre mi falta de estrategia. Estaba claro que el ataque directo no daría resultado, tenía que emplear la astucia. Así, después de un rápido almuerzo, empecé a preparar trampas. Cavé una fosa y la cubrí de ramas quebradizas, y sobre éstas puse golosinas y objetos brillantes, que atraen a las gacelas de forma irresistible. Preparé varias trampas parecidas, lazos corredizos colgados de los árboles y cepos de madera, pero mi trabajo resultó inútil. Las malditas bestias saltaban por encima de mis cebos, los olisqueaban con desprecio y seguían correteando por la sabana. Rabioso, porque me parecía que se burlaban de mí, volví a coger el arco y les disparé desde mi escondite, gritándoles insultos. Esta vez tampoco conseguí nada de mi arrebato de ira.


La tarde estaba avanzada, el Sol empezaba a ponerse, así que me tumbé en la hierba y me dediqué a olvidar mis problemas. No me levanté hasta que ya era de noche, y escuché una música lejana, triste, melancólica, un sonido dulce que se arrastraba entre los troncos de los árboles. En una colina distinguí la luz de una fogata. Quien hubiese encendido ese fuego debía ser la misma persona que producía un sonido tan embriagador.  Me dirigí hacia la colina, y me aproximé al claro donde estaba el fuego sin entrar en su círculo de luz. Allí estaba el músico, tocando el ney*, sentado al lado del fuego y preparando la cena. Le observé durante un rato, y como me pareció del todo inofensivo y me encontraba hambriento viendo hervir el caldo puesto al fuego, salí de entre los árboles y saludé al hombre, que detuvo la música y me invitó a compartir su comida, ya que yo era un compañero cazador, como él. Extrañado, le pregunté:


-¿Tú eres cazador? Jamás lo habría creído, porque no veo que lleves arco, flechas, lanza, lazo, ni otras herramientas indispensables para la caza.


-Yo tengo un método particular para abatir a mi presa, y no necesito de tales cosas- Me respondió, tendiéndome un plato de caldo.


Mientras comía mi espíritu se recobró de mis fracasos, y empecé a relatarle los infortunios del día a mi compañero.


-Espero que tú hayas tenido mejor suerte con tu método que yo con los míos. Ni las flechas ni las trampas sirvieron de nada. He pasado el día entero persiguiendo gacelas, intentando atrapar una por todos los medios, pero no he conseguido nada.


-Yo también he pasado el día cazando gacelas, aquí sentado, disfrutando del paisaje y echando una buena siesta durante toda la tarde.


-Pues no se cómo pretendes atrapar así a una gacela. Si esa es tu forma de cazar, me parece inútil.


Por toda respuesta volvió a llevarse el ney a la boca y empezó a tocar. No podía reinar mayor quietud en el bosque, adormecido por la música, más dulce y penetrante que antes. No sé cuanto tiempo había pasado allí, escuchando, cuando vi aparecer la cabeza de una gacela, que se asomaba tímida al claro. Hice ademán de coger mi arco, pero el músico me hizo detenerme con un gesto, y continuó tocando. La gacela fue tomando confianza, atraída por la música, ladeaba la cabeza con placer, entrecerraba los ojos. Se acercaba cada vez más a la fuente de aquel mágico sonido que hacía flotar su cabeza. Pronto estuvo tan cerca del músico que éste podía alargar la mano y tocarla. Con cuidado, mi compañero puso el instrumento en el suelo y tomó la cabeza de la gacela entre sus manos, acariciándola detrás de las orejas. Entonces se inclinó hacia ella y la besó. Ante mis ojos el pelo del animal empezó a caer, sus pezuñas se suavizaron hasta convertirse en dedos, sus ojos se inundaron de blanco, se redondearon sus pechos, su lengua se volvió roja y dulce. La gacela se convirtió en una mujer preciosa, indescriptible, nacida de la misma oscuridad de la noche. El músico la subió a su caballo, se despidió de mí, y se fué cabalgando de vuelta a la ciudad, dejándome atónito. 


Yo, por mi parte, recogí el ney, que había dejado olvidado, y me eché a dormir, incapaz de pensar en nada.

*El ney es una flauta de caña utilizada en oriente.

martes, 10 de abril de 2012

La Muerte de la Paloma

Hoy, como de costumbre, paseaba por una calle cercana a tu casa. Suelo hacerlo por si, por casualidad, te veo y puedo desearte buenos días, y oír de tu boca un "hola" desganado, por lo menos. Pero hoy, como de costumbre, no te he encontrado, así que solo iba pensando en mis cosas cuando se cruzó en mi camino una paloma blanca, y la visión de mis zapatos la espantó. Con miedo excesivo saltó de la acera, y empeñada en huir de mí, que no le pretendía ningún daño, no vio el coche que aceleraba calle abajo y que en un segundo la convirtió en una pulpa grisácea, salpicando mis zapatos con unas gotas de sangre. 


Ver aplastar por un camión a un cochecito de bebé no me habría causado más horror, y con la cara descompuesta y aguantando el vómito en mi garganta seguí andando sin poder pensar en otra cosa, y al llegar a mi casa ya estaba seguro de haber sido testigo de un hecho de vital importancia, poco menos que una señal divina. Si cada fibra de cada ser, cada pensamiento humano, se dirige hacia un propósito definido, el destino, en mi mente estaba claro que la muerte de la paloma aquella tarde, ante mis ojos, llevaba millones de años escrita en la mente de Dios, cuidadosamente recogida en el libro de la vida y la muerte. Tumbado en el sofá, pasando de un canal a otro en la tele, no dejaba de buscar el significado de la paloma muerta. ¿Qué quería decirme el universo al mostrarme algo así, qué debía hacer? ¿Tenía que olvidarte, tenía que matarte, matarme? ¿Tenía que viajar, peregrinar a algún lugar santo, o quizás aprender alguna verdad sobre mí, sobre la vida misma? De vez en cuando, a lo largo de la noche, me asaltaban dudas ponzoñosas. ¿Y si no hay ningún objetivo que rija la existencia, y si la muerte de la paloma fue en vano, tan solo un retazo macabro en un mar de nada? Pero esta idea, que me acercaba peligrosamente a la desesperación, era rápidamente desechada una y otra vez.


Una llamada al móvil acaba con mi meditación, sin que haya sido capaz de encontrar respuesta a la gran pregunta que la paloma había arrojado a este mundo al morir. Unas cervecitas con los amigos, la mejor manera de dar una pausa al problema, y retomarlo con más fuerza antes de dormir. Mientras ando la mente permanece suspendida, flota por encima de los adoquines, de las azoteas, y vuela entre los campanarios. Mis ojos, abandonados a sus instintos más primarios, creen verte en cada esquina, te reconocen en todas las espaldas y en todas las risas, y así ando, como un espíritu perdido, hasta que llego al bar donde están mis amigos, y de nuevo mis partes dispersas se funden. Nos reímos, y hablamos de maravillosas cosas sin importancia, y hoy hay una cara nueva, con un pelo parecido al tuyo y unos ojos que no se parecen en nada a los tuyos. Me la presentan, y hablamos, y reimos, y seguimos hablando y riendo hasta que tres noches más tarde me invita a subir a su casa, y en el balcón no hay tulipanes, pero si geranios, y la ropa de su cama no es rosa, sino roja, y no tardamos en deshacerla. Y mientras estoy encima de ella me fijo en que nunca había visto los libros ni las fotos de su estanteria, y que nunca había escuchado su respiración, ni sus susurros. Soy como Lewis y Clark, recorriendo su cuerpo desde el Atlántico al Pacífico, soy Magallanes, navegando tan al Sur como nadie había llegado antes. Y entonces lo veo, justo en la curva del muslo, la paloma blanca. Ahí esta, tatuada en su piel, la misma paloma que vi atropellar, estampada en su cuerpo. ¿Es una señal, es éste el camino que ha marcado para mi el universo? 

Mientras ella duerme miro a la calle desde su balcón, pienso en las palomas, y por una vez creo haberte olvidado, creo haber encontrado de nuevo el sendero perdido. Pero oigo tu voz, justo debajo mía, te veo alejarte por la calle oscura, sin notar mi presencia a unos metros del suelo, y desde las malditas estrellas tu recuerdo vuelve a zambullirse en mi cabeza, arrogante, inflexible; no respeta ni el designio divino.



martes, 3 de abril de 2012

Piedra

Yo soy una piedra
La piedra no habla, no siente
Tan solo está, en el borde del camino,
ve la vida pasar, sin estar
Puedes arrojarme, escupirme
Puedes llevarme en tu regazo, acariciarme
con el aliento suave de tu corazón.
Pero la piedra no piensa
No sueña, no añora
Solo es ella misma, sin ser nada
Solo una piedra
No necesita más que eso
Solo los días que transcurren, la quietud del paisaje
Y ni una brisa que la acaricie