Ocurrió hace años. Aburrido de la vida en la corte, decidí que mi corazón necesitaba una aventura para no volverse blando como un almohadón de seda. Así que preparé mi caballo, llené mi carcaj de flechas y cambié la cuerda de mi arco, me aprovisioné de todo lo necesario y abandoné la ciudad para ir a cazar a los montes Elburz, que se llenan en Primavera de gacelas jóvenes.
Tardé dos días y dos noches en llegar a un valle recóndito, un extenso llano rodeado de colinas boscosas. Todo rebosaba vida y sonido. Pájaros de plumas brillantes, flores de colores desconocidos, esquejes del mismo paraíso. Pronto encontré un grupo de gacelas bebiendo en un arroyo, todas de pelo suave y piernas ágiles, y sin perder tiempo tensé el arco con una flecha, y cabalgando alrededor de la manada fijé mi objetivo y disparé, pero la maldita ya había escapado, y mi proyectil voló inútil por el cielo. Sin desanimarme, pues son normales estos errores cuando se caza, volví a tensar el arco, y persiguiendo al grupo que huía elegí una nueva presa, enderecé el cuerpo en la silla y lancé el dardo, que pasó rozando los bellos ojos negros del animal y fue a clavarse en la tierra. Furioso por este segundo fracaso no me detuve ni un momento, seguí disparando una flecha tras otra, sin apuntar a ningun punto en concreto, cegado por las bandas oscuras de sus cuerpos, por su movimiento liviano. Parecía que ni siquiera tocaban el suelo. Fallé todos mis disparos hasta vaciar el carcaj, y derrotado detuve mi caballo, que también se encontraba al borde de la extenuación.
Pasé un tiempo reposando y recuperando las flechas clavadas en los troncos y en la hierba, y mientras tanto meditaba sobre mi falta de estrategia. Estaba claro que el ataque directo no daría resultado, tenía que emplear la astucia. Así, después de un rápido almuerzo, empecé a preparar trampas. Cavé una fosa y la cubrí de ramas quebradizas, y sobre éstas puse golosinas y objetos brillantes, que atraen a las gacelas de forma irresistible. Preparé varias trampas parecidas, lazos corredizos colgados de los árboles y cepos de madera, pero mi trabajo resultó inútil. Las malditas bestias saltaban por encima de mis cebos, los olisqueaban con desprecio y seguían correteando por la sabana. Rabioso, porque me parecía que se burlaban de mí, volví a coger el arco y les disparé desde mi escondite, gritándoles insultos. Esta vez tampoco conseguí nada de mi arrebato de ira.
La tarde estaba avanzada, el Sol empezaba a ponerse, así que me tumbé en la hierba y me dediqué a olvidar mis problemas. No me levanté hasta que ya era de noche, y escuché una música lejana, triste, melancólica, un sonido dulce que se arrastraba entre los troncos de los árboles. En una colina distinguí la luz de una fogata. Quien hubiese encendido ese fuego debía ser la misma persona que producía un sonido tan embriagador. Me dirigí hacia la colina, y me aproximé al claro donde estaba el fuego sin entrar en su círculo de luz. Allí estaba el músico, tocando el ney*, sentado al lado del fuego y preparando la cena. Le observé durante un rato, y como me pareció del todo inofensivo y me encontraba hambriento viendo hervir el caldo puesto al fuego, salí de entre los árboles y saludé al hombre, que detuvo la música y me invitó a compartir su comida, ya que yo era un compañero cazador, como él. Extrañado, le pregunté:
-¿Tú eres cazador? Jamás lo habría creído, porque no veo que lleves arco, flechas, lanza, lazo, ni otras herramientas indispensables para la caza.
-Yo tengo un método particular para abatir a mi presa, y no necesito de tales cosas- Me respondió, tendiéndome un plato de caldo.
Mientras comía mi espíritu se recobró de mis fracasos, y empecé a relatarle los infortunios del día a mi compañero.
-Espero que tú hayas tenido mejor suerte con tu método que yo con los míos. Ni las flechas ni las trampas sirvieron de nada. He pasado el día entero persiguiendo gacelas, intentando atrapar una por todos los medios, pero no he conseguido nada.
-Yo también he pasado el día cazando gacelas, aquí sentado, disfrutando del paisaje y echando una buena siesta durante toda la tarde.
-Pues no se cómo pretendes atrapar así a una gacela. Si esa es tu forma de cazar, me parece inútil.
Por toda respuesta volvió a llevarse el ney a la boca y empezó a tocar. No podía reinar mayor quietud en el bosque, adormecido por la música, más dulce y penetrante que antes. No sé cuanto tiempo había pasado allí, escuchando, cuando vi aparecer la cabeza de una gacela, que se asomaba tímida al claro. Hice ademán de coger mi arco, pero el músico me hizo detenerme con un gesto, y continuó tocando. La gacela fue tomando confianza, atraída por la música, ladeaba la cabeza con placer, entrecerraba los ojos. Se acercaba cada vez más a la fuente de aquel mágico sonido que hacía flotar su cabeza. Pronto estuvo tan cerca del músico que éste podía alargar la mano y tocarla. Con cuidado, mi compañero puso el instrumento en el suelo y tomó la cabeza de la gacela entre sus manos, acariciándola detrás de las orejas. Entonces se inclinó hacia ella y la besó. Ante mis ojos el pelo del animal empezó a caer, sus pezuñas se suavizaron hasta convertirse en dedos, sus ojos se inundaron de blanco, se redondearon sus pechos, su lengua se volvió roja y dulce. La gacela se convirtió en una mujer preciosa, indescriptible, nacida de la misma oscuridad de la noche. El músico la subió a su caballo, se despidió de mí, y se fué cabalgando de vuelta a la ciudad, dejándome atónito.
Yo, por mi parte, recogí el ney, que había dejado olvidado, y me eché a dormir, incapaz de pensar en nada.
*El ney es una flauta de caña utilizada en oriente.
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