I am only a fool
who buys many books

sábado, 29 de septiembre de 2012

Ay, mi Al Ándalus

Qué lejos se halla del paraíso, ay, mi Al Ándalus. Corazón de hermosuras marchitas, tierra de ruinas, fragancia esquilmada, tan solo rica en recuerdos e historias. Sus amaneceres no alegran las piedras del castillo, desperdigadas en la colina, que alarga su penumbra sobre el pueblo miserable y deprimido, aplastado por el Sol inclemente, carcomido de ignorancia. ¿Quién vivió allí, en el antiguo palacio, en la colina? Nadie lo sabe, todo esta olvidado por casi todos. Qué lejos quedan los días de tu poder, ay, mi Al Ándalus, agotada como una naranja sin jugo. Esa morena, esos labios cuyo color tomaron las noches, se prostituyen en el arcén de una carretera. El viento ya no sopla desde esta tierra, su costa amurallada de hormigón retiene el aire, lo pudre y lo deja caer en forma de neblina sobre el Gran Río domado, prisionero de una presa en Sevilla. Ya no te añora Ibn Jafaya, ya no te suspira Boabdil entre montañas, ya quedaron extintos los reyes del pasado y sus linajes, de un mundo que no existe, vuestros tronos los ocupan mentirosos, saqueadores, profanos de las leyes de Dios y de los hombres. 

¿Fuiste cierta alguna vez, Al Ándalus, creciste en el mundo de la materia, donde todo se corrompe y nada es nunca perfecto? Quizás solo has sido un sueño de belleza, tallado en la caligrafía de los muros, en los cuentos de príncipes poetas y de hazañas y aventureros; imagen borrosa de un antiguo cristal, siempre gloriosa, siempre bella, porque existes en el mundo de los anhelos.



Letra original de "Ay, de mi Al Ándalus", de Ibn Jafaya:


¡Qué lejos me hallo del paraíso,
De mi Al Ándalus!
Al Ándalus sede de cuánta hermosura;
Lagar de la fragancia toda,
El esplendor de sus amaneceres
Es de alegre semblante,
Y de labios de una morena
Tomaron el color sus noches.
Siempre que el viento sopla desde mi tierra,
Grito con añoranza: ¡Ay, de mi Al Ándalus


lunes, 17 de septiembre de 2012

Historia que un hombre contó a su hijo


Y fue en aquel momento, cuando pensábamos haber alcanzado el estado más alto y glorioso, cuando nuestras ciudades cubrían toda la superficie del mundo y nuestras máquinas viajaban por el cielo, por el mar profundo, por entre las rocas e incluso a otras Tierras lejanas y sin vida; en ese momento en que personas que jamás se habían visto, y que nunca lo harían por vivir en esquinas distintas del planeta, podían hablar igual que yo te hablo a ti ahora, con mi boca a tres palmos de tus oídos; cuando la naturaleza, domada, nos servía como un Dios caído convertido en esclavo de su creación, y en sus espaldas humilladas se paseaba, inmensamente ingenua, inmensamente soberbia, la humanidad entera; en ese momento, te digo, lo perdimos todo. Sin darnos cuenta, sin que hubiese señales que lo anunciasen; o quizás las hubo, pero permanecimos ciegos a ellas, desapareció de nuestro interior algo que habíamos atesorado durante miles de años, algo que, sin saberlo, había sido nuestra posesión más valiosa, nuestra unión con el resto de seres que componen el Universo, como las hebras de un inmenso tapiz que Dios va tejiendo y remendando con esmero siguiendo un patrón de belleza incognoscible. Un día despertamos convertidos en seres aislados, incapaces de interactuar con nuestro entorno si no era a través de máquinas. Vivíamos en burbujas, completamente abstraídos de la realidad por los estímulos más bajos y baratos, como animales de granja que engordan atados a un poste, sin poder siquiera dar un paso en la existencia que se nos había otorgado, sin zambullirnos en el mar de nuestras conciencias; delegamos todo esfuerzo filosófico o de conocimiento en el método científico. Todo sentimiento fue desechado, toda compasión y humanidad fueron arrojadas a la inexistencia, como aquello que no pertenecía al mundo de lo material y que por tanto no era susceptible de ser consumido ni catalogado. A esto le llamaríamos más tarde La Era de la Inmensa Soledad, porque cada hombre y mujer era una isla de egoísmo y sentimientos mutilados, pero en aquel entonces se le llamó Modernidad. Y en esa era los humanos intentaron llenar el vacío en sus corazones con objetos y tecnología, y creyeron ser felices, a pesar de que habían olvidado el significado de esta palabra.

Luego llegó el invierno del letargo, el estancamiento, en el que cenizas y residuos cubrieron el Sol relegándonos a un cielo de hormigón y eternas nubes grises. La Tierra quedó exhausta, el mar se volvió de plástico. Y, aunque el día del fin ya había quedado fijado, los necios y mezquinos que nos gobernaban aún se las arreglaron para hacernos creer que todo iba bien, que la maquinaria de la cual solo éramos engranajes sin alma funcionaría para siempre. Ciegos, ofuscados por la droga que llamábamos ocio, caminamos directos hacia nuestra perdición. Nuestros países se enconaron en guerras fútiles en cuyo fuego se sacrificó lo que nos quedaba de moral, nuestros Estados, invento estéril de control del individuo, se estrangularon unos a otros y a las sociedades que gobernaban y, engañados por lo que entonces se llamaba Nacionalismo, ideología del egoísmo y la estulticia más inhumanas, las buenas gentes que aún quedaban en esta tierra de demonios fueron despedazadas, amputadas, segadas en ráfagas de fuego que hombres indignos controlaban a miles de kilómetros de distancia, desde la seguridad de sus fortalezas subterráneas, hasta que incluso ellos quedaron sepultados, y las siluetas de altas torres, recortadas en el fulgor escarlata del apocalipsis atómico, fueron la última visión de los millones que perecieron en nuestras ciudades. En un día, con su compañera noche, la creación del hombre se resquebrajó, toda su herencia de cemento pereció, y el Sol amaneció en un mundo de paz sepulcral.

Bajo el brillo de ese Sol pálido la Tierra se encontró a sí misma purgada, porque la construcción trae consigo destrucción, y la destrucción trae renacimiento. En ese día, que desde entonces contamos como el primero de esta nueva Era, los supervivientes de la catástrofe vieron que en el campo se abrían nuevas flores de esperanza, y que de entre los tocones calcinados comenzaban a crecer brotes jóvenes que vivirían para verse milenarios. El cielo se abrió disipado de nubes venenosas, y el salitre de los océanos continuó su labor corruptora y desguazó barcos, oleoductos, puertos, y toda esa marea de basuras que era el patrimonio más duradero de la civilización industrial. Del vacío más allá de los cielos llovieron nuestros artificios flotantes, desterrados de aquel mar de agua oscura e islas de fuego que es territorio de la mente y el espíritu, no de la materia y las cosas que viven. Los animales resurgieron de sus escondites, y pacieron la hierba, y cazaron y se multiplicaron en perfecto equilibrio, como habían hecho durante millones de años, y aún habrían de hacer durante millones más, pues ésa  es la voluntad y la belleza de la vida, que transcurre en equilibrio y es eterna. También los humanos, que durante mucho tiempo vivimos en ese equilibrio, retornamos a él desengañados de la ilusión del progreso desenfrenado, que consume el mundo y le impide renovarse. Reconstruimos nuestras casas con humildad, sin soberbia; aceptamos que el hombre es solo una estrella en la constelación de la vida, que somos una gota en un mar tranquilo que se extiende hasta los albores de la eternidad. Aceptamos que el conocimiento se va desvelando como las siete puertas que se abren, una tras otra, hasta revelar el jardín secreto donde crece una planta llamada respuesta, que solo florece regada por la paciencia y a la luz de la meditación tranquila y la intuición sosegada. No existen atajos, no existen caminos alternativos. La ciencia de los tiempos anteriores al Cataclismo sacaba un ser del río, lo diseccionaba y catalogaba sus partes, su parentesco y sus diferencias con otros seres, y decía que aquella criatura destruida era un pez. Pero solo el pez sabe lo que es ser un pez; solo el que es uno con todo lo que existe puede conocer la respuesta al enigma que trae consigo existir.

Ahora vivimos en pequeñas aldeas, cultivamos y ganadeamos nuestro alimento, almacenamos cuanto no utilizamos para épocas de carestía, o lo intercambiamos con los habitantes de otros pueblos. Rehuimos el dinero, pues lo sabemos absurdo, y no hay un estado que nos gobierne, porque conocemos los desmanes y la esclavitud que trae consigo. Nuestro número no sobrepasa un cierto límite, porque la superpoblación provoca la muerte del entorno, y no hay guerras por cuestiones de identidad u orgullos colectivos, porque sabemos que el Ser humano es un todo en el que no existen fronteras.

Esta historia la contó un hombre a su hijo, y le indicó que debía contarla siempre como si la hubiese vivido, así  no se vería desgastada su importancia por el paso del tiempo. Su hijo la relató a otros hombres, y esos hombres a otros muchos, y después de tantos siglos seguimos contando esta historia como si hubiese sucedido ayer, porque así conservamos su terror y su verdad intactos, y recordamos adónde conducen los caminos de la avaricia y el desenfreno. Así te lo cuento a tí, esta noche en que abandono la apariencia de humano y retorno a la fuente de la vida, a tí que eres la rama de mi tronco, la chispa de mi llama, mi hijo amado, que tendrá otros hijos y ellos otros, perpetuando nuestra especie, siempre en equilibrio y mesura, hasta que caiga el velo de la oscuridad sobre este mundo. Pero ni siquiera en ese momento terminará la vida, porque este Universo que habitamos es inmenso, y se expande a lo ancho y lo profundo, y no es la nuestra la única forma en que se manifiesta la existencia. 

Vive feliz, vive sin miedo ni ansiedad, y algún día te reunirás conmigo.