I am only a fool
who buys many books

viernes, 26 de julio de 2013

Vientos que me acariciáis el rostro
con la piel de mil manos convertidas en polvo,
decidme, ¿adónde os lleváis a nuestros hermanos,
que ayer mismo bebían y reían con nosotros
y hoy parten en vuestros brazos al reino incognoscible?

Mensajero que bates en la noche
tus alas de tela oscura,
detén tu marcha presurosa y dime,
dónde escondes las voces que borra del mundo
nuestra debilidad mortal.

"No te aflijas, hijo del cielo y el barro,
que yo no soy asesino sino ejecutor de promesas,
promesas de cambio, eternidad,
de unión y renacimiento.
Las flores de la vida que os extingo
os serán devueltas;
yo no soy la oscuridad encarnada,
sino una luz de guía
en el camino que se os prescribe desde la cuna,
y que no terminará en vuestra sepultura."

domingo, 21 de julio de 2013

La Fama del Poeta

En una casa adinerada de Sevilla, construida gracias al comercio con el Nuevo Mundo, en un día de Sol nublado sin mucho calor ni frío, un día que tampoco quedaría marcado en la memoria de la ciudad por ningún suceso extraordinario; en un día, pues, indefinido, del montón, nació Lope de Herrera y Cetina, famoso poeta. El padre de Lope, viendo durante la infancia de su hijo que éste estaba impedido para el negocio familiar del comercio por haber heredado, de su madre sin duda, bondad y memez, decidió encaminar a su hijo hacia la más antigua tradición de la élite sevillana, cuyas filas aumentaban en aquéllos tiempos día a día gracias a la lluvia dorada que anegaba la ciudad desde América: el no hacer nada, el Dolce far niente, como lo llamaban los amantes de las letras itálicas; la noble pereza, la ilustre dama Vagancia que se deleitaban en cortejar las clases pudientes y las autoridades de la ciudad, al tiempo que disfrutaban de una riqueza que sabía mejor por cuanto no era el producto del sudor de sus frentes. En aquellos días la ciudad del Guadalquivir se llenó de grandes palacios, altas torres, plazas que eran la maravilla de la Europa cristiana; y en estos espacios públicos el vulgo, la gran masa que crecía a la sombra de la afluencia de oro, se ocupaba en imitar a la aristocracia mercantil y administrativa, tendidos a la sombra de los arenales, con vino, música y mujeres bellas y accesibles; porque ya lo dijo un sabio anónimo:

"Una nueva locura se ha asentado
en los entendimientos desta era,
que no hay quien a la dama hermosa quiera
si no es sabia y discreta en sumo grado"

O dicho a los que se pierden en las sutilezas del verso: que la fea inteligente no aprovecha, aunque aún la más desagradable pueda ser atractiva si es de abre-fácil. Queden las intelectuales para los ratones de biblioteca y tráiganme tontas bellas. Esta es la sabiduría que se escucha en la calle, yo por buena la doy.

En las tabernas, que tras la administración pública y la prostitución eran el negocio más abundante y lucrativo,  las estocadas eran frecuentes. También en las plazas, sobre todo en días de fiesta en los que el alcohol corría por las calles formando ríos y siempre había algún pobre desgraciado que caía apuñalado por un bruto pueblerino o de barrio a causa de algún asunto de poca monta, que casi siempre tenía que ver con mirar deseoso a la zorra de otro. Cuando llegaban los corchetes de alguaciles todos corrían, y mientras la autoridad requisaba el vino y cobraba tributo a los presentes por beber en las vías del rey, el pobre muchacho acuchillado se desangraba abandonado por todos, amigos, enemigos y churris. 

Así era el mundo en el que vivía Lope de Herrera y Cetina, el muchacho despreocupado que nunca tuvo que ensombrecer su ánimo con desazón por el futuro, con trabajos ni estudios, y que pudo así dedicarse al despilfarro y la juerga colectiva de sus contemporáneos. Durante la semana santa disfrutaba de las procesiones con fervor pueril y ropas caras, sentado en un palco con otras personas estultas e ilustres, y en la feria de ganado bebía con sus amigos hasta que todos juntos regaban el albero con sus humores. Pero algo bullía en el corazón blando del joven Lope, una pasión, una voz que necesitaba ser escuchada, transformada por el ingenio en verso. Cuando una muchacha con vestido apretado, desbordando carne por el pecho, bailaba cerca suya o pasaba a su lado por la calle, dejándole aspirar el aroma a fuego que expedía su cuello, eso que Lope sentía removiéndose en sus pantalones era poesía. Las noches en que el exceso de vino le enrojecía los ojos y le volvía de color tinto los sesos, y regalaba a sus compañeros disparates que eran aplaudidos con risotadas, pero que a sus propios oídos le sonaban a filosofía neoplatónica, entonces eso que salía de su boca era poesía. El hijo de Herrera era un poeta, y si algún arte honesto crecía en el plantel de Sevilla ese era la poesía, a la que no faltaban auténticos talentos. Y que Lope era uno de ellos iba a quedar pronto demostrado.

Lope compró papel y tinta, y esperó a que las musas hiciesen vibrar de nuevo su alma con llamadas sugerentes. Cuando por fin llegó el momento y notó esa sed por escribir, esa idea que no abandonaba su cabeza ni dejaba de pesar en su corazón, tomó la pluma, la ahogó en tinta y escribió, escribió hasta quedar vacío por dentro, hasta haberlo dado todo. Entonces se detuvo extenuado y admiró su obra: un verso endecasílabo, escrito a la manera italiana. El muchacho no cabía en sí de orgullo, y analizó al hijo de su ingenio una y mil veces, lo leyó y releyó, temeroso siempre de haber contado una sílaba de más o menos, dudando de si el acento del verso era sáfico o heroico. Pasaron los meses y ya se hacía llamar poeta por todos sus conocidos, recitaba su verso siempre que algún incauto le daba pie a ello, y al final, de tanto repetir su valía, acabó por adquirir fama, que así es como la consigue siempre el más ruidoso antes que el ingenioso. Ya llevaban meses circulando copias manuscritas de su endecasílabo, que él mismo se había encargado de hacer correr de mano en mano, y había recibido más de una alabanza de poetas verdaderos pero pobres, que vendían sus elogios por congraciarse con el poderoso patriarca del clan de Herrera, además de por unas cuantas monedas. Las autoridades locales, que estaban emparentadas por sangre o amiguismo con las élites burguesas, también dieron aire a la creciente leyenda de Lope de Herrera, el más grande compositor sevillano, que aún no había escrito más que un endecasílabo de pie cojo y ya se paseaba ufano, codeándose con la intelectualidad y el artisteo hispalense, cuyos miembros lo elogiaban mientras no volviese la espalda, a cuya sombra le propinaban insultos, aunque eso tenían por costumbre hacerlo con cualquiera que se atreviese a entrar a formar parte de sus filas letradas. Pasado un tiempo, después de que su padre pidiese algunos favores a empresarios de las letras, al jóven Lope le llegaba su consagración como autor, esto es, se le iba a publicar un libro con sus obras completas, que seguían sin sumar más que su famoso verso de once sílabas, que corregía constantemente, a veces durante noches enteras. El libro fue impreso en el prestigioso taller de los Cromberger, ocupando el escrito más de doscientas páginas, contando la introducción, dedicatorias, prólogo, prefacio, notas aclaratorias y elogios de distintos artistas encumbrados, como el famoso novelista y piquero en Flandes Arturo Prefiero-Noverte.

El libro fue alabado por expertos y académicos, aunque recibió una acogida más bien fría por el público en general, así de ciega y falta de gusto es la gente llana. Para Lope significó su ascenso al olimpo del arte, donde quedó grabada su memoria en mármol eterno, aunque por desgracia para la posteridad no resultó ser un autor prolífico, pues no escribió otra cosa hasta que llegó a llevárselo la muerte, ya en su vejez, aparte de su famoso verso endecasílabo.

miércoles, 17 de julio de 2013

El Príncipe Ahmed

Dicen que el príncipe Ahmed de la casa de Osmán gustaba de pasear por estos jardines que ahora rodean su tumba. Los árboles altos, los densos arbustos de verde perenne que se vuelve un negro infranqueable al caer la noche, la luz umbría, y el canto de los pájaros en las alturas sin duda mueven el ánimo hacia el pensamiento profundo y la creación literaria, para la cual el príncipe Ahmed poseía un indiscutible talento. Tengo junto a mí, ahora mientras escribo su historia, un diwan compuesto por él en nasta´liq, con versos bellos y honestos que penetran el corazón con el sabor de la uva fresca y embriagan el alma como el vino. Dicen también, los que lo conocieron, que el príncipe era un joven cortés, de corazón generoso pero blando, todavía intacto por la crudeza del mundo, pronto al amor y a la ira. Impaciente con la mediocridad y la estupidez de aquellos que le rodeaban, como todo joven inteligente y capaz pero inexperto en las sutilezas del trato humano, y, aun así, cauto y amable a la hora de señalar los defectos de quienes tenía cerca; dispuesto, aunque no sin discusión, a aceptar sus propias faltas. Así, se cuenta que cuando toda la corte del sultán en Bursa censuraba a Alí Dost Bey su cobardía en el campo de batalla frente a los griegos, el príncipe Ahmed se limitó a un sutil reproche que no repitió jamás, y a partir de ese momento siempre defendió a Alí Dost de la crueldad de los otros cortesanos y soldados de su padre, preguntando a todos ellos, cada vez que ofendían al desdichado capitán: "¿Acaso no sienten miedo todos los hombres? Y si Dios nos preserva la vida ¿No será porque intuye en nosotros la capacidad de corregirnos y mejorar?"

Los sabios asienten ante tales palabras, pero también saben que uno no debe aferrarse en exceso a ideales como la justicia y la compasión divinas en el mundo terrenal, porque no es su ley la que gobierna la conciencia de los hombres, sino la de la ambigüedad, la fuerza contrarrestada con el engaño. El cinismo, escudo y guía de la persona habituada al mundo.

El príncipe Ahmed era querido en la corte por su juventud y buen talante. Favorecido por su padre Mehmet, ocupó varios cargos de pequeña importancia en el palacio real de Bursa y en la administración de la ciudad, pero en general era tenido por incapaz de suceder al sultán en el gobierno. Tan solo un príncipe más entre decenas de hermanos, que no compartían sino un mismo padre y una misma ambición, Ahmed era como una rosa rodeada de zarzales, un cordero insensato paseándose por un bosque infestado de lobos, protegido de sus mordiscos, manteniéndose al margen e ignorante de las conspiraciones y las camarillas cortesanas, solo gracias al cariño del viejo sultán, que veía crecer una sombra dudosa sobre el futuro de su hijo Ahmed una vez hubiese abandonado el mundo. Sin duda el anciano Mehmet conocía bien la naturaleza de la sucesión del poder, que había vivido en sus propias carnes, y cuando finalmente le llegó la hora, sumergido en delirios febriles, éstas fueron las últimas palabras que salieron de su boca, según me dijeron algunos de los que lo acompañaron en sus momentos postreros: "Cuidad de la paloma que vuela rodeada de halcones, ahora que el águila no reina en los cielos e impone orden en ellos".

Y dicen, los que allí estaban en aquellos días, dispuestos por el destino para ser testigos y cómplices de la historia, que el príncipe Murat, el único hijo de la tercera esposa del sultán, convocó a sus hermanos a su palacio en la capital para la lectura pública de los últimos deseos de su padre, y la celebración de un banquete en honor del difunto y la dinastía. Con el Sol sumergiéndose tras las montañas que rodean la ciudad, como una muralla de construcción divina, los príncipes otomanos van llegando al palacio de Murat, junto con visires y generales. A las puertas del edificio todos depositan sus armas bajo la custodia de esclavos sordomudos, y pasan seguros bajo el pórtico de mármol donde se ha grabado en letras inmortales la promesa de no dañar a ningún huésped que se encuentre bajo ese techo. El príncipe Ahmed es de los últimos en llegar. Se acerca a las puertas del palacio, cuando se aproxima a él Alí Dost Bey, el capitán caído en desgracia, y tomándole del brazo le pide que no entre en el banquete.

-Mi príncipe, os aconsejo que os retiréis a dormir temprano esta noche y cenéis en la soledad segura de vuestros aposentos, pues la comida que vuestro hermano ha ordenado preparar para la ocasión ha sido especiada en exceso, y es tan picante que abrirá úlceras en los estómagos de los convidados, al igual que el vino que se está sirviendo, agrio como el vinagre, se atragantará en los cuellos de los que lo beban.

-Alí Dost Bey,- Contestó el príncipe iluso- todo queda en manos de Dios, y para Él no significan nada nuestras rencillas en nombre de un poder efímero e ilusorio, excepto como fuente de tristeza. Murat es un hombre atento y amistoso. Me ha demostrado su cariño en mil ocasiones. Una vez a la semana nos reunimos en mis habitaciones para jugar al ajedrez, juego al que suelo ganarle, pues mi hermano no es un buen estratega ni sabe de trampas y argucias. Sin duda cuidará de que el vino y la comida servida no nos causen ningún mal. Ahora ven, entra conmigo en la celebración.

Ante la respuesta de Ahmed, que ya echaba a andar hacia las puertas abiertas del palacio, a través de las cuales se esparcían sobre la sombra del jardín las luces y el alboroto del banquete, Alí Dost murmuró, más para sí que para la posteridad: 

-Ay, buen príncipe, no veis que vos mismo solo sois un peón en las manos de vuestro hermano, que sin duda os ha estado dejando ganar en vuestras partidas durante todo este tiempo, pues nunca he conocido a un jugador de ajedrez más astuto e implacable que Murat.

El capitán y el príncipe entraron en el edificio. Atravesaron pasillos y pequeños salones contiguos, todos ellos fantásticamente idénticos,  como repetidos en una progresión infinita, cubiertos de alfombras de tramas refulgentes dispuestas alrededor de chimeneas cónicas. El sonido del ney y el zurna, del saz y el naghara retumbaba en los corredores y las habitaciones, conduciéndolos hasta la gran sala, donde el banquete se encontraba en su punto álgido. Los príncipes se paseaban ebrios por entre los cojines y las pequeñas mesas, se abalanzaban sobre los bailarines de ambos sexos, mientras los músicos y las escanciadoras servían los sentidos de los invitados en una algarabía de cuerda y alcohol. Murat permanecía sobrio, sentado en el centro de la habitación, fingiéndose achispado frente a sus invitados. Incluso se permitió un torpe baile aferrado a las caderas de una bailarina de piel oscura. Ahmed se sentó en un extremo apartado, rodeado de risotadas y de la alegre camaradería etílica, condenada a desaparecer tras una corta existencia nocturna. Se sirvió una copa de vino, pastelitos de miel, y observó a su hermano Murat mirarlo desde el otro lado de la sala, luego hacer un tenue gesto a uno de sus criados y ponerse en pie para llamar la atención de sus invitados, pues se iba a proceder a la lectura del testamento del difunto Sultán Mehmet. 

El crujido de las grandes puertas del salón, cerrándose, sonó lejano, pasó prácticamente inadvertido, mientras Murat leía el documento que su criado le había entregado: "Un imperio con cien príncipes son cien imperios, tan solo una cabeza cabe en la estrecha corona del poder". La frase pretendía ser monumental como una lápida de mármol, pero las mentes embriagadas de los presentes, algunos de los cuales yacían desmayados en el suelo, tardaron en comprender el simbolismo que se escondía tras esas líneas grandilocuentes. Para cuando los más despiertos habían descifrado por fin su significado, tornándoles el rostro oscuro y dudoso, los jenízaros comprados por Murat ya aferraban sus gargantas con cordones de seda, con los que hasta entonces habían anudado sus pantalones. No había una sola arma en todo el palacio, pero los príncipes fueron estrangulados mientras pateaban, esparcían platos y comidas por el suelo, manchando con vino cojines y alfombras. Algunos huyeron como animalillos acorralados, chocándose siempre con las altas puertas de madera atrancadas, solo para ser derribados y ahogados entre llantos impotentes. El príncipe Ahmed, según me contó su propio asesino, Alí Dost Bey, no vio al destino batir sus alas negras sobre él. Ni siquiera la sorpresa le asomó a los ojos. El capitán cobarde, que necesitaba volver a ganar el favor de la corte y del nuevo sultán, le pasó el cordel de seda por encima de la cabeza, apretándolo fuertemente desde atrás contra el cuello del príncipe, que intentaba averiguar qué extraña fuerza le atenazaba la respiración, tanteando el aire con sus manos aturdidas, hasta que el caos turbio que le rodeaba se hundió en una laguna de aguas oscuras, desapareciendo del mundo.

Ahora todos estos príncipes descartados, figuras desechadas por la historia, yacen mudos y sin pompa, rodeados por el silencio honesto del parque umbroso, tan solo roto de vez en cuando por el canto de algún pájaro, ignorante de sus nombres y sus vidas. Ua la galib, ila Allah.

lunes, 15 de julio de 2013

Si tejiéramos un tapiz con el hilo del corazón del hombre,
si pintásemos una imagen con los pigmentos de su sangre y piel,
veríamos reflejada en su obra el rostro de todo lo que es.
Si observáramos desde el cielo
el devenir humano en la tierra,
cada vida se nos aparecería como una partícula de color
en el mosaico de la belleza,
vacía de significado apartada de sus hermanas,
tan solo una cuerda más en el instrumento que los Dioses tañen desde su terraza celeste,
engranajes libres, almas entrelazadas con el acero de la maquinaria universal;
células orgullosas, que pretenden no formar parte de un solo corazón,
de un solo espíritu palpitante...
Gentes perdidas, que no saben que una letra no es nada si no completa una palabra,
que un punto es apenas una mancha
si no termina una frase.



domingo, 14 de julio de 2013

De Cuerpos y Manos

Mi mano dice de mi brazo que es un ladrón y un tirano,
que en tiempos antiguos vivía sola como mano,
al margen de cuerpos, cabezas y brazos.
Dice mi mano que tiene obligaciones en exceso,
que es el miembro con más trabajo,
y que este brazo, rey déspota malvado, la limita,
anula las libertades ancestrales que son heredad de todas las manos.
Mi mano sueña con un mundo descuartizado,
donde orejas, piernas y ojos,
reboten por el mundo independientes, autónomos,
sin cuerpos opresores y extraños.
Un día, al despertarme, amenazó mi mano con cortarse,
si no la desgajaba yo primero;
que no seguiría trabajando para corazones centralistas y pies ociosos,
así que entre los dos la amputamos:
ella serraba su hasta entonces muñeca,
yo procuraba que no desangrase en su ansia el cuerpo entero.
Y por fin fue feliz mi mano, vivió libre y plena
el tiempo que vivió, que no fue mucho.
Al minuto dejó de moverse,
y hoy hace ya una semana que huele.

viernes, 5 de julio de 2013

Tierra mía, mi ciudad

Tierra mía, mi ciudad;
arca de toda felicidad, jardín de mis tristezas,
que haya de irme para poder añorarte...

Que me explique Dios las naderías con que inundó al alma del hombre, que ha de alejarse para querer, y sufrir el tormento de mil lanzas de soledad hasta aprender a amar. No hay noche que no hiele si no duermo bajo el cielo de tus sábanas, y el calor que desprende cada piedra de recuerdo, cada calle que trae consigo el aroma de mil momentos que creía marchitos ¡Pero cómo brillan de nuevo en mi corazón al soñar, pasear en los callejones de mi memoria, no es mero recordar sino renacer, vivir de nuevo! Visto las máscaras del pensamiento, el manto engañoso de la experiencia, pero una sola palabra, una nota de la canción adecuada, tu silueta en una vieja foto, hace harapos de los vanos adornos de esta vida errante, los pudre y desvanece en la corriente inabarcable del tiempo, y a través del espacio vuelvo a ti, mi ciudad, mi médula ardiente. Vuelvo a tu patio de alegría y fe, burbuja de cristal, botella de felicidad ingenua, ajena a los vientos de cambio que barren el mundo. Ahí afuera reinan la mudanza, el desamparo, nada queda asentado en el lugar que se le concedió en la mente constructora del hombre. Hojas secas y arena, torbellino de vidas y civilizaciones devastadas por el correr de los siglos, en nada parecido a esta tierra en que cada roca es milenaria, y Cambio un dios extranjero. Que campen el mundo a sus anchas nómadas y vagabundos; para mí solo reclamo, para mí solo pido, cuanto ocultas tras el velo de tu pecho, ese tesoro que guarda tu amor en su caverna maravillosa, como dragón vigilante de mil escamas de rubí.

Mi ciudad, mi hogar coronado de casas y torres; que repiquen las campanas, que corran paralelos al río la cerveza y el vino de nuestro reencuentro, porque hoy mi alma ha vuelto a tí, navegando en sueños, y en tu cuarto de mil luces perfumado se ha adentrado en tu corazón desnudo, y al verse reflejado en su pared cristalina murió, iluminando al Universo con la llama dorada de la felicidad.