I am only a fool
who buys many books

miércoles, 17 de julio de 2013

El Príncipe Ahmed

Dicen que el príncipe Ahmed de la casa de Osmán gustaba de pasear por estos jardines que ahora rodean su tumba. Los árboles altos, los densos arbustos de verde perenne que se vuelve un negro infranqueable al caer la noche, la luz umbría, y el canto de los pájaros en las alturas sin duda mueven el ánimo hacia el pensamiento profundo y la creación literaria, para la cual el príncipe Ahmed poseía un indiscutible talento. Tengo junto a mí, ahora mientras escribo su historia, un diwan compuesto por él en nasta´liq, con versos bellos y honestos que penetran el corazón con el sabor de la uva fresca y embriagan el alma como el vino. Dicen también, los que lo conocieron, que el príncipe era un joven cortés, de corazón generoso pero blando, todavía intacto por la crudeza del mundo, pronto al amor y a la ira. Impaciente con la mediocridad y la estupidez de aquellos que le rodeaban, como todo joven inteligente y capaz pero inexperto en las sutilezas del trato humano, y, aun así, cauto y amable a la hora de señalar los defectos de quienes tenía cerca; dispuesto, aunque no sin discusión, a aceptar sus propias faltas. Así, se cuenta que cuando toda la corte del sultán en Bursa censuraba a Alí Dost Bey su cobardía en el campo de batalla frente a los griegos, el príncipe Ahmed se limitó a un sutil reproche que no repitió jamás, y a partir de ese momento siempre defendió a Alí Dost de la crueldad de los otros cortesanos y soldados de su padre, preguntando a todos ellos, cada vez que ofendían al desdichado capitán: "¿Acaso no sienten miedo todos los hombres? Y si Dios nos preserva la vida ¿No será porque intuye en nosotros la capacidad de corregirnos y mejorar?"

Los sabios asienten ante tales palabras, pero también saben que uno no debe aferrarse en exceso a ideales como la justicia y la compasión divinas en el mundo terrenal, porque no es su ley la que gobierna la conciencia de los hombres, sino la de la ambigüedad, la fuerza contrarrestada con el engaño. El cinismo, escudo y guía de la persona habituada al mundo.

El príncipe Ahmed era querido en la corte por su juventud y buen talante. Favorecido por su padre Mehmet, ocupó varios cargos de pequeña importancia en el palacio real de Bursa y en la administración de la ciudad, pero en general era tenido por incapaz de suceder al sultán en el gobierno. Tan solo un príncipe más entre decenas de hermanos, que no compartían sino un mismo padre y una misma ambición, Ahmed era como una rosa rodeada de zarzales, un cordero insensato paseándose por un bosque infestado de lobos, protegido de sus mordiscos, manteniéndose al margen e ignorante de las conspiraciones y las camarillas cortesanas, solo gracias al cariño del viejo sultán, que veía crecer una sombra dudosa sobre el futuro de su hijo Ahmed una vez hubiese abandonado el mundo. Sin duda el anciano Mehmet conocía bien la naturaleza de la sucesión del poder, que había vivido en sus propias carnes, y cuando finalmente le llegó la hora, sumergido en delirios febriles, éstas fueron las últimas palabras que salieron de su boca, según me dijeron algunos de los que lo acompañaron en sus momentos postreros: "Cuidad de la paloma que vuela rodeada de halcones, ahora que el águila no reina en los cielos e impone orden en ellos".

Y dicen, los que allí estaban en aquellos días, dispuestos por el destino para ser testigos y cómplices de la historia, que el príncipe Murat, el único hijo de la tercera esposa del sultán, convocó a sus hermanos a su palacio en la capital para la lectura pública de los últimos deseos de su padre, y la celebración de un banquete en honor del difunto y la dinastía. Con el Sol sumergiéndose tras las montañas que rodean la ciudad, como una muralla de construcción divina, los príncipes otomanos van llegando al palacio de Murat, junto con visires y generales. A las puertas del edificio todos depositan sus armas bajo la custodia de esclavos sordomudos, y pasan seguros bajo el pórtico de mármol donde se ha grabado en letras inmortales la promesa de no dañar a ningún huésped que se encuentre bajo ese techo. El príncipe Ahmed es de los últimos en llegar. Se acerca a las puertas del palacio, cuando se aproxima a él Alí Dost Bey, el capitán caído en desgracia, y tomándole del brazo le pide que no entre en el banquete.

-Mi príncipe, os aconsejo que os retiréis a dormir temprano esta noche y cenéis en la soledad segura de vuestros aposentos, pues la comida que vuestro hermano ha ordenado preparar para la ocasión ha sido especiada en exceso, y es tan picante que abrirá úlceras en los estómagos de los convidados, al igual que el vino que se está sirviendo, agrio como el vinagre, se atragantará en los cuellos de los que lo beban.

-Alí Dost Bey,- Contestó el príncipe iluso- todo queda en manos de Dios, y para Él no significan nada nuestras rencillas en nombre de un poder efímero e ilusorio, excepto como fuente de tristeza. Murat es un hombre atento y amistoso. Me ha demostrado su cariño en mil ocasiones. Una vez a la semana nos reunimos en mis habitaciones para jugar al ajedrez, juego al que suelo ganarle, pues mi hermano no es un buen estratega ni sabe de trampas y argucias. Sin duda cuidará de que el vino y la comida servida no nos causen ningún mal. Ahora ven, entra conmigo en la celebración.

Ante la respuesta de Ahmed, que ya echaba a andar hacia las puertas abiertas del palacio, a través de las cuales se esparcían sobre la sombra del jardín las luces y el alboroto del banquete, Alí Dost murmuró, más para sí que para la posteridad: 

-Ay, buen príncipe, no veis que vos mismo solo sois un peón en las manos de vuestro hermano, que sin duda os ha estado dejando ganar en vuestras partidas durante todo este tiempo, pues nunca he conocido a un jugador de ajedrez más astuto e implacable que Murat.

El capitán y el príncipe entraron en el edificio. Atravesaron pasillos y pequeños salones contiguos, todos ellos fantásticamente idénticos,  como repetidos en una progresión infinita, cubiertos de alfombras de tramas refulgentes dispuestas alrededor de chimeneas cónicas. El sonido del ney y el zurna, del saz y el naghara retumbaba en los corredores y las habitaciones, conduciéndolos hasta la gran sala, donde el banquete se encontraba en su punto álgido. Los príncipes se paseaban ebrios por entre los cojines y las pequeñas mesas, se abalanzaban sobre los bailarines de ambos sexos, mientras los músicos y las escanciadoras servían los sentidos de los invitados en una algarabía de cuerda y alcohol. Murat permanecía sobrio, sentado en el centro de la habitación, fingiéndose achispado frente a sus invitados. Incluso se permitió un torpe baile aferrado a las caderas de una bailarina de piel oscura. Ahmed se sentó en un extremo apartado, rodeado de risotadas y de la alegre camaradería etílica, condenada a desaparecer tras una corta existencia nocturna. Se sirvió una copa de vino, pastelitos de miel, y observó a su hermano Murat mirarlo desde el otro lado de la sala, luego hacer un tenue gesto a uno de sus criados y ponerse en pie para llamar la atención de sus invitados, pues se iba a proceder a la lectura del testamento del difunto Sultán Mehmet. 

El crujido de las grandes puertas del salón, cerrándose, sonó lejano, pasó prácticamente inadvertido, mientras Murat leía el documento que su criado le había entregado: "Un imperio con cien príncipes son cien imperios, tan solo una cabeza cabe en la estrecha corona del poder". La frase pretendía ser monumental como una lápida de mármol, pero las mentes embriagadas de los presentes, algunos de los cuales yacían desmayados en el suelo, tardaron en comprender el simbolismo que se escondía tras esas líneas grandilocuentes. Para cuando los más despiertos habían descifrado por fin su significado, tornándoles el rostro oscuro y dudoso, los jenízaros comprados por Murat ya aferraban sus gargantas con cordones de seda, con los que hasta entonces habían anudado sus pantalones. No había una sola arma en todo el palacio, pero los príncipes fueron estrangulados mientras pateaban, esparcían platos y comidas por el suelo, manchando con vino cojines y alfombras. Algunos huyeron como animalillos acorralados, chocándose siempre con las altas puertas de madera atrancadas, solo para ser derribados y ahogados entre llantos impotentes. El príncipe Ahmed, según me contó su propio asesino, Alí Dost Bey, no vio al destino batir sus alas negras sobre él. Ni siquiera la sorpresa le asomó a los ojos. El capitán cobarde, que necesitaba volver a ganar el favor de la corte y del nuevo sultán, le pasó el cordel de seda por encima de la cabeza, apretándolo fuertemente desde atrás contra el cuello del príncipe, que intentaba averiguar qué extraña fuerza le atenazaba la respiración, tanteando el aire con sus manos aturdidas, hasta que el caos turbio que le rodeaba se hundió en una laguna de aguas oscuras, desapareciendo del mundo.

Ahora todos estos príncipes descartados, figuras desechadas por la historia, yacen mudos y sin pompa, rodeados por el silencio honesto del parque umbroso, tan solo roto de vez en cuando por el canto de algún pájaro, ignorante de sus nombres y sus vidas. Ua la galib, ila Allah.

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