A nuestro alrededor, y hasta donde la vista podía abarcar,
los cadáveres y los despojos de la batalla nos rodeaban. Los cuervos descendían
formando nubes, picoteando los ojos y mondando los huesos de tan grata reunión
de insignes hombres y caballeros que, por acudir a matar a orillas de aquel río
apacible, habían conseguido que sus aguas bajasen rojas y anegadas con los cuerpos de las monturas asaeteadas.
Nuestros estandartes, abandonados a merced del viento y la
lluvia, hacían patente nuestra derrota a ojos de vivos y muertos. Me dirigí
hacia donde nuestro hasta hace poco orgulloso
rey, ahora líder de un ejército de sangre y dolor, dejaba reposar la cabeza sobre las palmas de
sus manos, incrédulo, abrumado bajo el peso de tan aplastante pérdida. Le llevé
agua.
-Bebed , mi rey, y alegraos de estar vivo. Caballeros de
ilustre nacimiento, criados en cunas de oro y marfil, no podrán decir lo mismo
esta noche allá en las puertas del paraíso, si es allí donde han ido a parar
sus almas soberbias.
-Amarga e insultante es la vida por nuestra desgracia,
preferible es morir que quedar en este mundo y ser testigos de cómo tan altas
ilusiones y tan orgullosos campeones han sufrido esta humillación, de cómo un
ejército tan inmenso y tan confiado en su fuerza ha podido conducirse hacia su
impensable destrucción. Tejió el
destino, con la seda que nosotros mismos le ofrecimos, nuestro final. El final
de un mundo entero.
-Mi rey, no os dejéis llevar por la desesperación del
momento. Vivimos, sobrevivimos. Reharemos nuestro ejército, reafirmaremos
nuestra fuerza, y con ánimos renovados nos lanzaremos de nuevo a la conquista
de nuestras ambiciones. El mundo temblará ante la esperanza a la cual
la derrota no pudo someter, tan solo fortalecer.
-No, mi fiel capitán, mi único amigo en la desgracia. He
conocido derrotas antes, y de todas ellas he renacido más fuerte, más humano.
Pero esto es algo más que una derrota, esto no es solo una herida superficial.
Es un surco sangrante que parte en dos mi alma, una brecha por la que escapa toda mi voluntad. Esto no es solo una derrota. Esto es oscuridad. Esto es el olvido, de mí, de mi poder y de mi reinado. Ya no se hablará sobre mis logros y conquistas, mis herederos no tendrán legado alguno que cuidar, solo los gusanos que pueblan la carne corrupta de mi casa. Si tiene fe, hasta un cadáver podría alzarse del subsuelo y caminar, y aferrarse al calor de la vida desde el mármol de su tumba. Pero ningún hombre sobrevive a la pérdida de su esperanza.
Y el antiguo rey lloró sobre las ruinas de su existencia, y al anochecer ya había abandonado su cuerpo el deseo de vivir. Y en el fracaso sobrevivió su recuerdo. Ahora los habitantes de la comarca llaman al riachuelo donde tuvo lugar la batalla, por el que las aguas transcurren pausadas, Arroyo de la Esperanza.