De repente en el transcurso de la noche, del lento girar del cielo y las estrellas alrededor de la Tierra, el viaje se convirtió en una huída. Salió a la cubierta del barco, miró al puerto que se alejaba, a la oscuridad que se tragaba su hogar, que trituraba las calles de su infancia y los rincones que a partir de ese momento poblarían sus sueños. En un segundo, sin previo aviso, su aventura se transformó en una fuga, en la búsqueda cobarde de un escondite donde los ojos de ella no pudieran seguirle, donde sus fracasos y errores no proyectaran una sombra eterna sobre su corazón. Pero sobre todo, lo más importante, era huir de esos ojos que eran un continuo recordatorio de una pérdida, de un aprendizaje involuntario.
Se giró para alejarse de la humedad nocturna y volver al bullicio de los compartimentos de la tripulación. Y al volverse estaban allí esperándolo,sus ojos marrones, convirtiendo en ceniza el mar, la brisa tranquila y la noche. Allí estaba ella, huyendo también, escapando con él a una nueva realidad, más brillante que la que dejaban atrás, o eso querían creer. Por lo menos sería un cambio, el descubrimiento de un Nuevo Mundo. Por lo menos no estarían solos.
Cuando familiares y amigos, allá en la ciudad, buscaron y preguntaron por los fugitivos, no pudieron encontrar rastro alguno de ellos. Y nunca más se supo.
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