La cama empapada en sudor y el ronroneo del ventilador me mantienen en duermevela, medio soñando y medio delirando con ciudades de arena y pozos de agua cristalina. El viento del desierto azota la ciudad y sus campanarios, cubre de polvo las calles vacías, mientras en mi salón de mármol un perro viejo quiere atrapar un moscardón; se lanza a morderlo, pero choca su cabeza contra un cristal de nubes, y el moscardón se aleja flotando en un rayo de Sol. Es Verano en mi hogar.
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Tarde de calor. Hay un brillo dorado en el aire y el cielo azul, con olor a canela, tras la ventana. En el interior tu pelo se derrite en una cascada oscura sobre mis hombros, el sabor de mis labios permanece como gotas de vapor en los tuyos, y dormimos sonrosados. El Sol desciende perezoso. Una cigarra rasca el cristal, nos suplica entrar para refugiarse del aire ardiente. Al despertar se te antoja una naranja, que al exprimirla deja tus dedos cubiertos de dulce pulpa, y un beso para refrescar el corazón. Es Verano en mi ciudad.
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