Cuando desperté en el suelo del laberinto creí haberme quedado ciego. Recuerdo haber puesto las manos justo delante de mi nariz, y aún así ser incapaz de vislumbrar la más mínima señal de ellas. Busqué un muro en el que apoyarme, y tanteando avancé en la penumbra. Al notar la humedad en la pared y los pedazos de pintura y escayola desprendidos, los goterones que se deslizaban hacia el suelo infinito, supe que no me encontraba en mi casa. Seguí andando, y mientras tanto mi mente conjeturaba sobre quién había podido traerme allí, me preguntaba con especial ansiedad si la ceguera sería temporal o irreversible, si habría sucedido algún desastre en mi casa o si, y esta idea caló profundamente en mi razón, seguía dormido en mi cama, y todo aquel escenario angustioso no era más que una vívida pesadilla.
Pasé un buen rato andando en la oscuridad, mi pensamiento rebotando de una teoría a otra, barajando motivos y causas, trastabillando al borde del colapso, cuando apareció a lo lejos un tenue resplandor, el reflejo negruzco de una llama, una esquina que doblaba el pasillo ¡No estaba ciego, sencillamente no había una sola luz en todo el lugar! Recuerdo que empecé a correr hacia aquella luz que me había devuelto la esperanza, que era como una gota de cordura en un mar de sinrazón. Doblé la esquina, de la pared colgaba una antorcha, solo una. Una burbuja de luz iluminando las paredes desconchadas. Tomé la antorcha en la mano. La acerqué al suelo, que estaba adornado con azulejos de colores desgastados, muchos de ellos rotos. Alcé el brazo, pero el techo permanecía ensombrecido. Debía ser muy alto. El pasillo por el que había llegado se dividía en otros tres, todos ellos iguales. Decidí seguir avanzando por el de la derecha, el más cercano a la antorcha, por razones supersticiosas: si la antorcha estaba cerca de aquel pasillo debía significar que era el camino a la salida. Ahora sé lo inútiles que eran tales creencias, el laberinto no se rige por ellas, ni tampoco por las leyes de la lógica o la razón. El laberinto tiene un propósito bien claro, y solo se doblega ante la sinceridad absoluta.
No sé por cuánto tiempo anduve buscando la salida de aquel túnel. Ni siquiera ahora sé cuánto llevo vagando por estos pasillos que se dividen y bifurcan y conducen a salones vacíos. Podrían haber sido años, o siglos. El tiempo no existe aquí, en cualquier momento podría despertar en mi cama, en aquella noche tan lejana, y descubrir que apenas he consumido un segundo de mi vida deambulando por el laberinto. Recuerdo que seguí avanzando por el pasillo, doblando muchas esquinas, siempre hacia la derecha. La antorcha estaba a punto de consumirse, y yo ya temía que tendría que volver a andar a tientas como un ciego, cuando llegué a una sala circular de la que partían nueve pasadizos, contando aquel por el que yo había llegado. No había ni un adorno sobre los ladrillos de las paredes, que se curvaban formando una bóveda cuyo cenit quedaba fuera de la vista. Tan solo una nueva antorcha que colgaba del muro, esperándome, lista para que la utilizase. Desde entonces encuentro antorchas de cuando en cuando, en los lugares más inesperados, aunque también paso mucho tiempo en una oscuridad absoluta. Las antorchas no llegan a intervalos regulares, su calor no se encuentra en los momentos en los que más se necesita. Sencillamente aparecen, en un lugar y un momento cualquiera, que no tienen nada de especial. Yo acostumbro los ojos a su fulgor, las aferro en mi mano, sigo andando y doy gracias por encontrar una antorcha, y maldigo con amargura el no tenerlas cuando más deseo la luz, sino cuando la casualidad lo dispone.
En todo el tiempo que llevo perdido apenas he parado de andar. Cuando el cansancio me vence me dejo caer y duermo, cuando despierto continúo andando. No he encontrado nada de comida o bebida en el laberinto desde que llegué, pero tampoco siento sed ni hambre. En algunos pasadizos he visto ventanas, pequeñas oberturas por las que entra una brisa fresca, a través de las cuales solo se vislumbra una oscuridad inmensa. También he llegado a salas en cuyo centro hay pozos que se pierden en lo profundo. He estado tentado varias veces de arrojarme por uno de esos pozos, aunque temo a la oscuridad y al vacío.
Un día, que no era tal pero debe recibir algún nombre, llegué a una sala en la que confluían una infinidad de pasillos. Portaba una antorcha, y oí como algo se escurría por el suelo. En el centro de la sala había un altar de pórfido rojo, rectangular, encaramado sobre un pilar. Escuché de nuevo ruidos detrás del altar, lo rodeé corriendo y entonces encontré a otra persona. Era una mujer, que parecía igual de sorprendida por haberme encontrado a mí. El pelo negro le caía sobre los hombros, despeinado, sucio, y me hizo preguntarme si yo tendría un aspecto tan desastrado como el suyo, y si le resultaría bello a pesar de todo, como a mi me parecían bellas las marañas de su pelo, sus ojos asustados, sus manos polvorientas. Ninguno dijimos ni una palabra, yo me arrodillé a su lado y le acaricié la mejilla, llenando mi mano de un calor dulce y tierno. Me miraba a los ojos, tocó mis manos, mi barba, como comprobando que yo no era una ilusión maléfica del laberinto, dispuesta para enloquecer su mente. Nos acariciamos, y nos dejamos llevar por el ardor de nuestras presencias, dejamos que nuestros labios rubricaran nuestra humanidad en aquel túnel de fría oscuridad. La tomé de los brazos y la levanté del suelo, dispuesto a tumbarla sobre el altar de pórfido,que se había cubierto de sábanas de seda roja. La sala y los pasillos a nuestro alrededor se iluminaron con mil teas encendidas, y en el aire comenzó a flotar un aroma de incienso. Pero ella no pudo resistirlo. Me apartó y salió corriendo. Todas las luces empezaron a apagarse a su paso, dispersando en el aire volutas de humo gris, y el perfume y la seda se esfumaron en la sombra. Yo corrí tras ella, pero fui incapaz de alcanzarla.
Un día, que no era tal pero debe recibir algún nombre, llegué a una sala en la que confluían una infinidad de pasillos. Portaba una antorcha, y oí como algo se escurría por el suelo. En el centro de la sala había un altar de pórfido rojo, rectangular, encaramado sobre un pilar. Escuché de nuevo ruidos detrás del altar, lo rodeé corriendo y entonces encontré a otra persona. Era una mujer, que parecía igual de sorprendida por haberme encontrado a mí. El pelo negro le caía sobre los hombros, despeinado, sucio, y me hizo preguntarme si yo tendría un aspecto tan desastrado como el suyo, y si le resultaría bello a pesar de todo, como a mi me parecían bellas las marañas de su pelo, sus ojos asustados, sus manos polvorientas. Ninguno dijimos ni una palabra, yo me arrodillé a su lado y le acaricié la mejilla, llenando mi mano de un calor dulce y tierno. Me miraba a los ojos, tocó mis manos, mi barba, como comprobando que yo no era una ilusión maléfica del laberinto, dispuesta para enloquecer su mente. Nos acariciamos, y nos dejamos llevar por el ardor de nuestras presencias, dejamos que nuestros labios rubricaran nuestra humanidad en aquel túnel de fría oscuridad. La tomé de los brazos y la levanté del suelo, dispuesto a tumbarla sobre el altar de pórfido,que se había cubierto de sábanas de seda roja. La sala y los pasillos a nuestro alrededor se iluminaron con mil teas encendidas, y en el aire comenzó a flotar un aroma de incienso. Pero ella no pudo resistirlo. Me apartó y salió corriendo. Todas las luces empezaron a apagarse a su paso, dispersando en el aire volutas de humo gris, y el perfume y la seda se esfumaron en la sombra. Yo corrí tras ella, pero fui incapaz de alcanzarla.
Y ahora dejo marcas en las paredes para que ella las lea, para que sepa que la busco, para que pueda encontrarme. La busco en cada recoveco, investigo grietas y túneles, siempre tras su pista, tras el cálido amor que palpita en su pecho. Porque ella es mi salida, porque yo soy la suya, porque juntos somos la luz que disipa la sombra del laberinto, porque nuestra unión es su centro, en el cual nace el camino a casa. Ése es el propósito, ésa es la respuesta al enigma, a toda esta maraña de roca y piedra que nosotros mismos hemos creado en nuestros corazones confusos y solitarios. El laberinto no es algo exterior a nosotros, cargamos con él a cada paso que damos. Pero en la entrega está nuestra liberación.