I am only a fool
who buys many books

viernes, 10 de agosto de 2012

El Laberinto

Cuando un día desperté ya me encontraba dentro del laberinto. Recordaba haber destapado, la noche anterior, las mantas de mi cama, de tela suave y confortable; haber leído un libro, cuyo título y contenido he olvidado,y haber apagado la luz al cansarme la lectura, apoyar la cabeza en una tierna almohada de sueños.

Cuando desperté en el suelo del laberinto creí haberme quedado ciego. Recuerdo haber puesto las manos justo delante de mi nariz, y aún así ser incapaz de vislumbrar la más mínima señal de ellas. Busqué un muro en el que apoyarme, y tanteando avancé en la penumbra. Al notar la humedad en la pared y los pedazos de pintura y escayola desprendidos, los goterones que se deslizaban hacia el suelo infinito, supe que no me encontraba en mi casa. Seguí andando, y mientras tanto mi mente conjeturaba sobre quién había podido traerme allí, me preguntaba con especial ansiedad si la ceguera sería temporal o irreversible, si habría sucedido algún desastre en mi casa o si, y esta idea caló profundamente en mi razón, seguía dormido en mi cama, y todo aquel escenario angustioso no era más que una vívida pesadilla.



Pasé un buen rato andando en la oscuridad, mi pensamiento rebotando de una teoría a otra, barajando motivos y causas, trastabillando al borde del colapso, cuando apareció a lo lejos un tenue resplandor, el reflejo negruzco de una llama,  una esquina que doblaba el pasillo ¡No estaba ciego, sencillamente no había una sola luz en todo el lugar! Recuerdo que empecé a correr hacia aquella luz que me había devuelto la esperanza, que era como una gota de cordura en un mar de sinrazón. Doblé la esquina, de la pared colgaba una antorcha, solo una. Una burbuja de luz iluminando las paredes desconchadas. Tomé la antorcha en la mano. La acerqué al suelo, que estaba adornado con azulejos de colores desgastados, muchos de ellos rotos. Alcé el brazo, pero el techo permanecía ensombrecido. Debía ser muy alto. El pasillo por el que había llegado se dividía en otros tres, todos ellos iguales. Decidí seguir avanzando por el de la derecha, el más cercano a la antorcha, por razones supersticiosas: si la antorcha estaba cerca de aquel pasillo debía significar que era el camino a la salida. Ahora sé lo inútiles que eran tales creencias, el laberinto no se rige por ellas, ni tampoco por las leyes de la lógica o la razón. El laberinto tiene un propósito bien claro, y solo se doblega ante la sinceridad absoluta.

No sé por cuánto tiempo anduve buscando la salida de aquel túnel. Ni siquiera ahora sé cuánto llevo vagando por estos pasillos que se dividen y bifurcan y conducen a salones vacíos. Podrían haber sido años, o siglos. El tiempo no existe aquí, en cualquier momento podría despertar en mi cama, en aquella noche tan lejana, y descubrir que apenas he consumido un segundo de mi vida deambulando por el laberinto. Recuerdo que seguí avanzando por el pasillo, doblando muchas esquinas, siempre hacia la derecha. La antorcha estaba a punto de consumirse, y yo ya temía que tendría que volver a andar a tientas como un ciego, cuando llegué a una sala circular de la que partían nueve pasadizos, contando aquel por el que yo había llegado. No había ni un adorno sobre los ladrillos de las paredes, que se curvaban formando una bóveda cuyo cenit quedaba fuera de la vista. Tan solo una nueva antorcha que colgaba del muro, esperándome, lista para que la utilizase. Desde entonces encuentro antorchas de cuando en cuando, en los lugares más inesperados, aunque también paso mucho tiempo en una oscuridad absoluta. Las antorchas no llegan a intervalos regulares, su calor no se encuentra en los momentos en los que más se necesita. Sencillamente aparecen, en un lugar y un momento cualquiera, que no tienen nada de especial. Yo acostumbro los ojos a su fulgor, las aferro en mi mano, sigo andando y doy gracias por encontrar una antorcha, y maldigo con amargura el no tenerlas cuando más deseo la luz, sino cuando la casualidad lo dispone. 


En todo el tiempo que llevo perdido apenas he parado de andar. Cuando el cansancio me vence me dejo caer y duermo, cuando despierto continúo andando. No he encontrado nada de comida o bebida en el laberinto desde que llegué, pero tampoco siento sed ni hambre. En algunos pasadizos he visto ventanas, pequeñas oberturas por las que entra una brisa fresca, a través de las cuales solo se vislumbra una oscuridad inmensa. También he llegado a salas en cuyo centro hay pozos que se pierden en lo profundo. He estado tentado varias veces de arrojarme por uno de esos pozos, aunque temo a la oscuridad y al vacío. 

Un día, que no era tal pero debe recibir algún nombre, llegué a una sala en la que confluían una infinidad de pasillos. Portaba una antorcha, y oí como algo se escurría por el suelo. En el centro de la sala había un altar de pórfido rojo, rectangular, encaramado sobre un pilar. Escuché de nuevo ruidos detrás del altar, lo rodeé corriendo y entonces encontré a otra persona. Era una mujer, que parecía igual de sorprendida por haberme encontrado a mí. El pelo negro le caía sobre los hombros, despeinado, sucio, y me hizo preguntarme si yo tendría un aspecto tan desastrado como el suyo, y si le resultaría bello a pesar de todo, como a mi me parecían bellas las marañas de su pelo, sus ojos asustados, sus manos polvorientas. Ninguno dijimos ni una palabra, yo me arrodillé a su lado y le acaricié la mejilla, llenando mi mano de un calor dulce y tierno. Me miraba a los ojos, tocó mis manos, mi barba, como comprobando que yo no era una ilusión maléfica del laberinto, dispuesta para enloquecer su mente. Nos acariciamos, y nos dejamos llevar por el ardor de nuestras presencias, dejamos que nuestros labios rubricaran nuestra humanidad en aquel túnel de fría oscuridad. La tomé de los brazos y la levanté del suelo, dispuesto a tumbarla sobre el altar de pórfido,que se había cubierto de sábanas de seda roja. La sala y los pasillos a nuestro alrededor se iluminaron con mil teas encendidas, y en el aire comenzó a flotar un aroma de incienso. Pero ella no pudo resistirlo. Me apartó y salió corriendo. Todas las luces empezaron a apagarse a su paso, dispersando en el aire volutas de humo gris, y el perfume y la seda se esfumaron en la sombra. Yo corrí tras ella, pero fui incapaz de alcanzarla.

Y ahora dejo marcas en las paredes para que ella las lea, para que sepa que la busco, para que pueda encontrarme. La busco en cada recoveco, investigo grietas y túneles, siempre tras su pista, tras el cálido amor que palpita en su pecho. Porque ella es mi salida, porque yo soy la suya, porque juntos somos la luz que disipa la sombra del laberinto, porque nuestra unión es su centro, en el cual nace el camino a casa. Ése es el propósito, ésa es la respuesta al enigma, a toda esta maraña de roca y piedra que nosotros mismos hemos creado en nuestros corazones confusos y solitarios. El laberinto no es algo exterior a nosotros, cargamos con él a cada paso que damos. Pero en la entrega está nuestra liberación.

jueves, 2 de agosto de 2012

Paseo Nocturno

Mientras ando de noche, por las calles vacías, la ciudad comienza a transpirar un aire de magia, como un olor penetrante o un sabor ácido, que embriaga la razón y los sentidos. Se podría decir que la noche arropa los callejones con una sábana de misteriosa belleza, que hace surgir casas donde antes no las había, que inventa una historia para cada ventana alumbrada, donde antes solo había un cristal de polvo oscuro sin nada interesante que decir.


Por la noche la ciudad despierta, las luces, la vida y los sonidos se muestran en todo su esplendor, en todo su silencio. Los sueños de los durmientes deambulan a sus anchas por entre las viejas iglesias, y se disputan los campanarios con los fantasmas del pasado, con Don Juan y Doña Inés, y Al- Mutamid, y San Isidoro, y Bécquer y Valdés, y una miríada de espadachines y prostitutas y borrachos, caballeros e hidalgos y damas nobles, todos paseando alrededor de fuentes de piedra, descansando sus piernas etéreas en las raíces de los magnolios, a la luz de la Luna que alumbra la ciudad como un Sol de medianoche, como un mundo de plata y profundos mares de mercurio, negros y abismales. La noche llena las calles de historias e imágenes bellas.

Tras los balcones y las celosías unos enamorados arden bajo sábanas blancas, ella gime con los labios entreabiertos, apretados contra la almohada, y él le muerde la oreja. En la ventana de al lado alguien está muriendo, desde otra llegan las voces de una televisión, y la silueta de una anciana sentada en una butaca se proyecta sobre el cristal. En los portales de las iglesias duermen los mendigos, y unos amigos salen de un bar que fingía estar cerrado, volcando contenedores y alborotando con sus risas, estridentes y alegres. En algún lugar se está cometiendo un asesinato, u otro acto terrible de miseria humana; dos locos que pelean, y empapan los adoquines con su sangre. Las historias brotan de entre las piedras, se aferran a los muros y las verjas de los patios como plantas enredaderas.

Al amanecer las historias se secan, los fantasmas vuelven a sus tumbas, los durmientes se despiertan, y la ciudad regresa a sus ocupaciones diarias casi sin recordar lo sucedido la noche anterior. Los protagonistas de estas historias se funden en la marea de gente que va y viene entre comercios y cafés, sus almas confluyen en el gran espíritu de la ciudad, que respira y anima el aire sobre los tejados, y hace latir con vida y sentido cada jardín, cada casa. Como una mente colmena, un mar de recuerdos y experiencias con voluntad propia, la Ciudad es consciente de cuanto pasa en ella.

Y yo paseo cada noche por sus calles, y las luces de las farolas son como estrellas.

miércoles, 1 de agosto de 2012

El Lavado de Cabeza

Conocí a un vendedor de tinta en la ciudad de Bukhara, Emir de los Creyentes, que fue invitado por un amigo a una fiesta en su casa, para celebrar el matrimonio de su única hija. Todos los invitados a la celebración debían acudir con sus mejores ropas, así que el vendedor se vistió con un caftán de seda roja, con bordados en hilo de oro y botones de marfil, la posesión más valiosa de su familia. Cuando iba a salir de la casa, sin embargo, su mujer le detuvo.

- Pero hombre, serás despistado. Se te ha olvidado lavarte la cabeza, tienes el pelo sucio y grasiento.

- Pues no me queda tiempo para desvestirme, llenar la bañera de agua, bañarme y volver a vestirme. Tendré que lavarme la cabeza en un momento, sin quitarme la ropa. Así ahorraré tiempo.

- ¿Pero cómo vas a hacer eso? No ves que te empaparás el caftán y lo echarás a perder.

El hombre no contestó, llenó una pila con agua y después se agarró la cabeza con ambas manos, y con un giro repentino la arrancó entera, la sumergió en la pila y la lavó a conciencia, frotando cada cabello con jabones perfumados. Y ni una sola gota cayó sobre sus ropas.