I am only a fool
who buys many books

domingo, 20 de enero de 2013

Últimos Pensamientos de Constantino

"La Kerkoporta es apenas un rasguño en los muros de Constantinopla, y sin embargo mira como a través de esa estrecha herida se desangra nuestra ciudad, como se desvanecen por ese fino corte mil años de gloria, adornados de oro y mármol. Muchos antes que yo llevaron la púrpura del emperador, en línea directa desde la antigua Roma, pero es la voluntad de Dios que yo haya de ver la destrucción de nuestro mundo, yo he de ser el que despierte de este sueño dorado en el que generaciones enteras han nacido y vivido durante siglos, un sueño por cuya ley miles han muerto o sufrido, pero un sueño al fin y al cabo. Todo reino, toda nación, cae. Las ciudades del hombre se consumen y pudren como la carne y los huesos de sus creadores, nuestros hogares se construyen de piedra perecedera, nuestros imperios se erigen sobre conquistas frágiles, sobre leyes olvidadas y mentiras. Todo poder terrenal es una ilusión. Yo, que soy por herencia señor de Roma, del oriente y el occidente, no alcanzo a poseer más que una ciudad ruinosa que yace junto al mar en la memoria de días pasados, y unos cuantos poblachos pesqueros en las orillas del Bósforo, aunque ahora hasta ese pobre patrimonio me arrebatan."

"Los jenízaros del sultán ya inundan las calles, saquean casas y monasterios. Frente a las puertas de las iglesias arden los iconos, en piras a las que la soldadesca arroja todo cuanto no sea de oro o plata. Los caballos turcos pisotean el mármol de los antiguos palacios, y exterminan las familias de los ricos mercaderes, de los aristócratas soberbios. ¿Dónde quedan ahora su señorío, su arrogancia? Sus hijos servirán como catamitas de Mehmet, sus hijas padecerán en un lecho de horrores antes de ser esclavizadas o asesinadas, y toda su fortuna quedará esparcida a los vientos marítimos como las cenizas del imperio consumido. ¿Me culpará la historia de este desastre, acaso no hice cuanto pude por salvar Constantinopla, no ansié restablecerla en su riqueza y bienestar? Pero yo fui desde el principio gobernante de un reino extinto, amo de los últimos estertores de una tierra que fue poderosa, pero condenada a desaparecer desde antes de mi nacimiento. Qué puede hacerse contra un hado adverso, no podemos forzar a la vida, obligar al Universo a darnos cuanto deseamos. Yo solo soy un hombre, debajo de toda la parafernalia del orgullo  y la falsedad del ego, tan solo un hombre luchando en lo más profundo de una tormenta, tratando con todas mis fuerzas de elevar la cabeza sobre las olas oscuras, apenas el tiempo suficiente para tomar una bocanada de aire que alargue mi tiempo en este mundo. He combatido, sí, y he perdido. He hecho cuanto pude, he peleado contra mis enemigos en las murallas hasta derramar la última gota de sangre que mi cuerpo podía ofrecer ¿Qué más cabe esperar? Muchos piensan, en su arrogancia, que deben cuanto tienen a sus propios esfuerzos. Nadie en esta tierra se ha esforzado más que yo, ni siquiera el sultán otomano que ahora, sentado en la cima de su poder, deleita el gusto en las mieles de la victoria, y a su paladar nuestro sufrimiento sabe a gloria. Pero algún día su imperio también se desvanecerá, consumido por la edad y el tiempo, que es la muerte de todas las obras humanas. Y no importará cuánto afán empeñen sus descendientes en mantener su herencia, lo perderán todo. No se puede exigir más a un hombre que afrontar sin miedo las pruebas que jalonan la Tierra, dar sin pensar en recibir, sacrificar hasta el último átomo de su carne viva por aquello que anhela su corazón, por aquello que cree correcto. Nada más está en nuestras manos, el éxito o el fracaso pertenecen a Dios, y a Su encuentro voy ahora, sumergido en un mar de sangre, espadas y rostros enemigos."

martes, 15 de enero de 2013

Ismail en Çaldiran

Llegué como embajador a la tierra de Persia para encontrarme con el shah safávida y presentarle misivas y muestras de aprecio de mi rey, acompañado de ricos presentes, que siempre son necesarios para aplacar la vanidad de los soberanos, y de toda clase de sirvientes y un destacamento de guardianes para la protección de la caravana. Viajábamos por las montañas que habitan armenios y kurdos, en las fronteras del padishah otomano, cuando, al llegar al llano de Çaldiran, encontramos a un hombre bajo y de piel gastada, un pastor que cuidaba su rebaño. Me aproximé a él y le pregunté:

-Discúlpame pastor ¿Sabes dónde puedo encontrar al príncipe Ismail de Persia? Me fue indicado que podría verlo con sus jinetes y su séquito de guerra, acampado entre estos montes.

-No encontrarás al príncipe aquí, no hace ni una semana que lo ví cabalgando a toda prisa hacia levante camino de Tabriz, el rostro desencajado por el miedo, su turbante deshecho sobre su cabeza, y la rica cota malherida por muchos golpes de lanza y espada. A su alrededor corrían también sus leales, todos despavoridos por la presencia de la muerte, que les llovía del cielo en forma de esferas de metal y pólvora. 

Dije adiós y gracias al pastor y le entregué una moneda de oro, que sin duda era más riqueza de la que había tenido nunca entre sus manos, por su amabilidad. Continuamos viajando hacia el este, en dirección a la ciudad de Tabriz, que es bella y cobija a grandes sabios y artistas al servicio de la corte safávida. Al llegar cerca de los muros de la ciudad vimos que estaban arruinados en muchas partes, y anegaba el cielo el humo que salía de su interior. Me aproximé a un caballero que venía por el camino en nuestra dirección, con la vaina de su espada colgando vacía, golpeando el lomo de su montura con el ritmo lento, mortuorio, de su paso. Le saludé y ordené que se le diese agua y descanso. Apartados del resto de la comitiva, a la sombra de un naranjo, le pregunté:

-Dime, soldado ¿Puedo encontrar en Tabriz al príncipe Ismail? Vengo de muy lejos para entregarle una embajada de mi soberano, y me dijeron que podría verlo aquí.

-El shah ya no está en la ciudad, apenas se detuvo en ella para abrevar a su caballo y después  huyó hacia el sur con los notables y los sabios de su corte, por el camino de Isfahán. Le venían pisando los talones los jenízaros del sultán otomano, pero se entretuvieron dando caza a los restos de su ejército, disperso por las colinas tras la batalla, y eso le dio tiempo a escapar. Ahora las tropas de nuestro enemigo saquean la tierra y las aldeas que encuentran a su paso, y yo he de unirme a los refugiados que se marchan a zonas más seguras.

Di las gracias al caballero por su ayuda y le entregué víveres y agua para el camino. Después nos dirigimos al sur, a Isfahán, donde se asienta ahora el palacio del rey safávida, entre cúpulas y minaretes de color turquesa. La ciudad yacía silenciosa, toda su vitalidad detenida, y cuando nos presentamos en la puerta del palacio fuimos recibidos por rostros sombríos. Se nos alojó en correspondencia a nuestra dignidad y durante días pude pasear por el charbagh real. Observé el agua saltar en las fuentes, correr tranquila por las acequias, alimentando árboles frutales y parterres de flores. Sentado en un pabellón recóndito observaba el esplendor del mundo a mi alrededor, los pavos reales cortejando a sus parejas con sus cien ojos azules rebosando deseo; un gato con rostro soberbio acechando a un gorrión, que recogía pequeñas ramas para construir su nido; patos remando en sus estanques de agua verdosa, flotando en un mar de sosiego y brillo natural, como si nada más importase, como si allí afuera, en el mundo de los hombres, no se librasen guerras y gentes poderosas no planeasen la destrucción y el sufrimiento de sus hermanos. Ninguna de las miserias humanas empañaba la vida del jardín.

Por fin se me concedió una audiencia con el gran visir del príncipe. Después de los saludos y los requerimientos del protocolo nos sentamos en sendos divanes, y le pregunté:

-Decidme, estimado visir ¿Cuándo podré ver al shah Ismail, y entregarle en persona las misivas y las muestras de afecto de mi rey? Sin duda alguna el señor de Persia se aloja en el palacio en estos días, todas las indicaciones que se me dieron así lo confirman.

-Así es, embajador. El shah se encuentra en palacio, pero no desea veros, ni a vos ni a nadie que no sean los criados que le llevan vino y las bailarinas y músicos que alivian el pesar de su corazón. Ismail se ha entregado a la bebida y la melancolía, y ha delegado en mí y sus otros ministros todas las tareas del gobierno. Tras la batalla en Çaldiran nuestros enemigos capturaron a las mujeres de su harem y las repartieron entre sus generales, como colofón a la humillación que los cañones otomanos nos infligieron ese día. Ya no queda poder en las manos temblorosas del shah. Yo me encargaré de las cartas y los saludos de vuestro señor, y escribiré una respuesta que le entregaréis, junto con regalos y la amistad de mi soberano.

domingo, 13 de enero de 2013

El Asedio

Hace mil años mi rey me ordenó que tomase este castillo que corona un risco, desde el que se domina el valle difuminado de nubes, y yo, que soy la espada de su reino y el sostén de su causa, prendí mis armas, limpié mi armadura de restos de anteriores combates e hice tejer mi estandarte con nuevos colores, para que espantasen al temor con sus brillos. Dije hasta pronto a todos aquellos que amaba, amigos de cien momentos compartidos, mi familia, mi amante que hacía amanecer las mañanas con sus caricias, y me encaminé a conquistar esa roca en la que se guarecían los enemigos de mi señor. Reuní una tropa, la armé de alabardas, lanzas, espadas, ballestas y arbalestas, y en un día de cielo pesado, cargado de aguas grises, nos pusimos en marcha hacia la montaña donde se asienta el castillo.

La fortaleza, que ahora no es más que un resto de muros derruidos serpenteando entre los esqueletos de sus torres, contaba entonces con ocho torreones en total, murallas fuertes y una guarnición numerosa. La puerta principal estaba protegida por una barbacana desde la que se podía arrojar aceite hirviendo y una constante lluvia de flechas sobre cualquier atacante, y por una verja de acero y púas. En el recinto interior se erguía la torre de mi enemigo, alta y soberbia en su altura inalcanzable, bajo la cual, en la profundidad de la montaña, existía un acuífero que alimentaba una gran cisterna. El castillo tenía, además, almacenes con provisiones de cereales, carnes en salazón y pescado ahumado. Viendo por tanto que sería imposible o muy arduo rendirlos por hambre, decidí organizar pronto un ataque. Ordené formar tres campamentos rodeando la altura, y la construcción de mangoneles, escalas, arietes y onagros. También dispuse dos bombardas y cinco culebrinas listas para escupir fuego contra los muros de la fortaleza. Esa noche todos comimos y bebimos suficiente, y dormimos sabiendo que el día siguiente sería el primero y el último de muchas cosas. 

Cuando salió el Sol ya tenía preparados a mis hombres para asaltar las murallas y tomar el portón por la fuerza. Nuestras máquinas de guerra dispararon sus proyectiles hasta resquebrajar la piedra de la fortaleza, y entonces nos lanzamos al ataque con un grito en cada garganta y arriba, arriba subimos las escalas, y abajo cayeron nuestros muertos rebotando entre las peñas, cubiertos de flechas. Dos de mis mejores capitanes murieron ese día sobre la muralla, desmembrados a la altura del codo por los hachazos del brutal guardián del portón, que disfrutaba del calor de la carnicería más que de cualquier otra cosa en el mundo. La visión de esa bestia quitándoles la vida a mis compañeros inundó mis venas de furia primigenia, y con un grito que nacía de mis entrañas más salvajes me lancé por encima de las almenas por la primera escala que me salió al paso. Me quedé en pie, frente al guardián de la puerta. Le dije:

-Aquí termina todo para ti, he venido a matarte.

-Ven a intentarlo- Me respondíó resoplando como un jabalí- Esparciré tus sesos por toda la colina.

Y nos abalanzamos el uno contra el otro. ¿Qué más se podía decir? Queden las palabras y los bellos discursos para los poetas floridos, mi poesía fue mi espada atravesando la garganta del guardián, y el sonido de su cuerpo chocando contra el suelo cuando lo empujé por el hueco entre dos almenas.

Al ver caer a su campeón más fiero un gemido de desánimo voló entre las bocas de los defensores, y comenzaron a ceder, abrumados ante nuestros golpes de fuerza redoblada. Allí entre la confusión saltó despegada del cuerpo, en una imposible pirueta, la cabeza del capitán de la guardia de la torre del Homenaje, que era también uno de los principales lugartenientes del señor del castillo. Parecía que la defensa de la muralla era como la hierba a merced de nuestro viento de tormenta, que nuestros enemigos eran como astillas esparcidas por la caída del tronco, hendido de golpes de hacha. Ya ondeaba mi estandarte sobre la puerta, cuando de la nada apareció una nueva oleada enemiga, un muro de brazos frescos y descansados sosteniendo picas, desde el bosque de pinos a nuestra espalda, con el hijo del señor rebelde del castillo a la cabeza. Nos vimos atrapados entre el hierro frío de las picas y el muro ensangrentado, pero luchando como poseídos, con más valor que sensatez, pues en esas situaciones no valen de nada ingenios y tretas, solo la fe y la fuerza de la desesperación, logramos abrirnos un camino segando articulaciones, cortando gargantas y lanzas entre el rugido y el fuego de la ira, que es la pintura roja que tiñe el fondo del combate. Al otro lado de la batalla nos encontramos el reducido grupo que habíamos conseguido escapar de la trampa, a nuestro alrededor nuestros hermanos arrojaban las armas y corrían hacia los campamentos. Mirando atrás pude ver los gestos victoriosos del enemigo, los golpes con los que remataban a los que habíamos dejado atrás. Esa noche el silencio y su amante sombra fueron los únicos huéspedes en muchas de las tiendas, pero aunque entre la tropa el ánimo se tambaleaba,  yo sabía que la derrota es algo natural en la guerra y en la vida, y que no hay que temerla ni permitir que envenene la voluntad. El revés de la mañana resultaba amargo, pero no decisivo. Yo ya había hecho acopio de nuevas estrategias, y recubierto mi espíritu de fe y valor. A la mañana siguiente la batalla continuaría.

Con las primeras luces del día comenzamos de nuevo el bombardeo del castillo, concentrando el fuego en una sección de los muros que ya había resultado dañada el día anterior. Al mismo tiempo ordené a mis capitanes en los otros dos campamentos alrededor de la cumbre que distrajesen a los defensores con ataques en otras partes de la muralla, y así ocultarles nuestra verdadera intención, que era abrir una brecha en sus muros. Luchamos desde el amanecer a la puesta del Sol, golpeando la roca con la roca, la carne con el hierro. Yo iba de un lado a otro gesticulando sobre mi caballo, seguido de nuestro estandarte, para que mis hombres supiesen que su capitán estaba junto a ellos, compartiendo las fatigas y el coste de la misión. Una flecha derribó al portaestandarte, y yo mismo tuve que acarrear nuestra enseña. Mientras, nuestros proyectiles llovían sobre las cabezas de los defensores de la fortaleza, que a pesar de todo lograron rechazar nuestro ataque una y otra vez, como una nuez empeñada en no abrirse y entregar su fruto.

Así continuamos durante semanas. Se alternaban las estrellas con el alba, y los hombres de armas martillaban el portón con un ariete de roble y acero, mientras caballeros de familias orgullosas les defendían la retaguardia de los contraataques enemigos. No les dimos tregua, no reposábamos ni durante la noche, empecinados por la misma inercia que a ellos les hacía resistir cada uno de nuestros embites. Un día encontramos el portalón secreto por el que nos atacaban las espaldas y organizaban razias nocturnas en nuestros campamentos, oculto a la sombra de un acantilado boscoso. Les tendimos una trampa una noche que salían por la portezuela decididos a sorprendernos, pero fueron ellos los que quedaron sorprendidos por las flechas que, lanzadas desde la espesura, clavaron al miserable hijo del señor rebelde contra la madera del portalón. Ya no sonreiría más ante nuestra desgracia, ni tendría oportunidad de una treta como la de la primera mañana del asedio, ahora tan lejana.

Se perpetuó la carnicería y se volvió vano el esfuerzo de las armas. La guerra se alimentaba a sí misma como una rueda que engrasa su eje de odio y deudas de sangre. Perdí la cuenta del tiempo, que se arrastraba lento bajo un cielo gris oculto de nubes, que no cambiaba el rostro ni de día ni durante la noche. Una mañana me despertó sobresaltado el silencio de bombardas, mangoneles, culebrinas y onagros. No quedaban proyectiles, todos habían sido lanzados. Revisé mis registros ¿Cuánto tiempo había pasado desde que llegamos, meses, un año quizás? No podía ser consciente, tan parecido era un día al anterior y al siguiente. Ya había enviado cinco cartas a los consejeros de mi rey solicitando municiones y otros implementos de guerra, pero ninguna había recibido respuesta, ni habían regresado los mensajeros que las portaban. Me acerqué a la bacina de metal con agua fresca que había junto a mi cama, recogí un poco del líquido con el cuenco de mis manos y me refresqué el rostro. Alcé entonces la mirada para encontrarme con mi imagen en el espejo, grato trabajo de reputados artesanos, que una bellísima dama de la corte me había entregado para recordar, con el reflejo de mis ojos, el destello de los suyos. Vi mi rostro avejentado de manera antinatural, arrugas enmarcando los ojos adormecidos por el agotamiento, y el cabello y la barba cayendo en una cascada blanca cuando antes habían lucido de un castaño arbóreo. El esfuerzo, las noches en vela, la sangre, el hierro y la roca se habían adherido a mi piel, llenándola de surcos.

Las murallas del castillo habían quedado destruidas en algunas partes, pero los de dentro habían amontonado y reforzado los cascotes con troncos, vigas y ruedas de carro. Durante días atacamos estas ruinas que hacían las veces de muro, y las cubrimos de cuerpos muertos, y fuimos rechazados cada vez. Ya no contabilizaba las bajas, porque los oficiales encargados del recuento estaban muertos, y sus sustitutos muertos o desmoralizados hasta el punto de no importarles, de no encontrarle el más mínimo sentido a su tarea. Mis hombres rumiaban amontonados en las esquinas del campamento, dejando caer sus miradas inertes en el vacío que se extiende entre los átomos. No recibimos noticias del hogar, ni una sola misiva fue contestada; ninguna amante, ningún hijo o esposa, ni padres ni madres parecían acordarse de nosotros. El silencio nos inundó el alma, se produjeron algunas deserciones, se las castigó con la horca, y a partir de entonces no hubo más desviaciones en el ciego caudal en el que nos habíamos convertido. Yo había llegado a aquella tierra díscola para clavar en su punto más alto las armas de mi rey y restablecer el orden de su gobierno, y no volvería ni pensaría en el regreso hasta haberlo conseguido.

Ahora incluso el aire se había vuelto perezoso, flotaba desabrido entre la tela de las banderas y la heráldica, se pudría cada mañana sobre nuestras cabezas en forma de rocío malsano que carcomía nuestras armas y armaduras. Hacía tiempo que no sufríamos salidas desde el castillo, y los intervalos entre nuestros ataques se fueron haciendo más largos, hasta que un día ni yo mismo encontré en mi corazón deseos de seguir combatiendo, poco después de haber estado a punto de morir. Eran las primeras horas del amanecer, y una lluvia insistente regaba el sonido de las espadas y el roce de las corazas. A mi alrededor todo eran siluetas recortadas contra una cortina de agua, aquí y allá veía un hombre derribar a otro, clavarlo en la tierra con la punta de su lanza, y subir trastabillando un monte de escombros hasta enzarzarse con un nuevo enemigo. Uno de ellos se abalanzó sobre mí intentando arrancarme la vida con su hacha, esquivé el golpe, pero tropecé con una roca y rodé por el suelo. Intenté levantarme a toda prisa, sintiendo el movimiento de mi enemigo a mis espaldas, alzando el brazo en un golpe definitivo que descargó contra la parte trasera de mi armadura, quebrándola y atravesando mi carne. Sentí el dolor seco del arma cortando en dos mi espíritu, sentí un rayo apuñalándome desde el cielo, y una cortina roja me cubrió la vista. Cogí un escudo astillado del suelo y volviéndome en un arrebato eléctrico lo estampé en el rostro de mi enemigo, mi asesino. Después saqué mi daga de su vaina y le atravesé el corazón sin darle tiempo a nada. Caí sobre mis rodillas, llamando a gritos a mis capitanes. Me transportaron a rastras montaña abajo hasta mi tienda, y allí me entregaron a los cuidados del físico. Por suerte mi herida no era mortal y no sufrí infecciones malignas, pero después de ese día no ordené más ataques. Como último acto estratégico reforcé la pinza alrededor de la fortaleza, distribuyendo patrullas de jinetes y monturas famélicas que iban y venían por los bosques que cubrían la altura, vigilando que no se produjesen fugas desde el castillo o deserciones entre nuestras filas. Los hombres que formaban estas patrullas habían sido los más leales, y ahora su lealtad se había transformado en locura, capaces de degollar a su mejor amigo y compañero de cien peligros solo por haber formulado palabras críticas o de hastío, o deseos de volver al hogar. Pero a mi ya no me importaba nada, solo pensaba en quebrar la defensa de nuestros oponentes, en rendir esa roca oscura que casi me había costado la vida, aunque tuviese que pulverizar sus muros a dentelladas. Los de dentro tampoco se movían. En el atardecer, nítida contra el rojo del cielo, veíamos la sombra de un centinela apoyado en su lanza sobre el portón, y ballestas y cascos asomando agachados desde las almenas; y en la noche aparecía una luz en la ventana más alta del torreón central, la de los aposentos del señor del castillo, que maquinaba Dios sabe qué triquiñuelas para provocar nuestra derrota. 



Así dejamos correr las estaciones, cada una igual a la anterior, en un cerco interminable. Desfilaron ante nuestros ojos una Primavera cubierta de nieves, un Verano gris y lluvioso, y los árboles no perdieron su verdor ni en lo más profundo del Otoño. La región entera estaba maldita, repelía nuestra presencia violenta y el enconamiento de los rebeldes de la fortaleza. Por fin, un día, me aproximé a la puerta de la muralla para comprobar si se habían hecho nuevas reparaciones, seguido de algunos jinetes y el estandarte descolorido de mi rey. Entonces uno de los que me acompañaban señaló al centinela en la barbacana con un grito de sorpresa. Sobre su cabeza, apoyada en la lanza, se apoyaba a su vez un cuervo que le arrancaba del rostro pedazos de piel decrépita. Ordené disparar a uno de los yelmos que sobresalían entre las almenas, y cayó rodando por el suelo un cráneo polvoriento. Otro de mis hombres escaló el muro, y arrojó ante nosotros el esqueleto desmoronado del centinela traqueteando en el interior de una cota de malla. Se corrió la voz entre la tropa, comenzaron a llegar hombres, puñado de almas desnutridas en nada parecido al brillante ejército que se dio cita al pie de la montaña tanto tiempo atrás. Escalamos los muros ruinosos, por fin se abrieron ante mi los maderos del portón. Al otro lado solo nos esperaban cadáveres embutidos en sus armaduras, caídos en los rincones, defendiendo la fortaleza hasta su último suspiro, hasta que la tortura de la espera, el hastío de formar parte de una pesadilla sin fin, les paró el corazón. Las cisternas del castillo estaban secas, como si hubiesen pasado por ellas mil años de evaporación. En el torreón central los muebles se esparcían podridos,  en la biblioteca los libros se quebraron al tratar de ser leídos. Las bellas palabras escritas y su sabiduría atesorada durante siglos alimentaron las fogatas de mis hombres cansados. También el crucifijo de la capilla acabó entre las llamas, porque mis soldados ya no creían en Dios, y yo no tenía fuerzas para evitar sus atropellos. El asedio había concluido, todo a nuestro alrededor se extendían las mieles de ceniza, la sonrisa cruel de la muerte en la victoria. En lo más alto del torreón, en los aposentos del señor, encontramos a su hija sucia y descuidada, con los cabellos negros, en otro tiempo bellos como una noche estrellada, cayendo desordenados por sus mejillas cuarteadas, convertidos en harapos. Alimentaba el fuego del hogar, entre murmullos incoherentes y viejas cancioncillas de amor, con los vestidos de seda con los que había cautivado a la corte de su padre en los jardines del castillo, entre fuentes y senderos de rosas. Tuve el tiempo justo de matar a la pobre infeliz de un tajo rápido en su cuello todavía delicado, antes de que mis hombres, convertidos en animales, viniesen a torturarla de la peor manera posible, pero no pude evitar que rompiesen e injuriasen los restos del señor rebelde y su primogénito caído en combate, y que saqueasen las criptas de la familia. 

Tras eso la soldadesca comenzó a amotinarse. Los pocos leales y cuerdos que quedábamos entre nosotros conseguimos a duras penas encerrarnos en el torreón. Subimos por la escalera de caracol hasta la terraza, y allí echamos abajo la bandera enemiga, y colocamos en su lugar el estandarte del reino, que de tan descolorido y raído apenas podía distinguirse de un paño sucio, del tipo que usaría una criada para limpiar los trastos de su cocina. Desde la altura vimos a los amotinados matarse entre ellos y destrozar cuanto encontraban a su paso, como si buscasen en la carnicería insensata alguna explicación a su propio salvajismo, y allí en el patio de armas los supervivientes de mi ejército se abandonaron a la oscuridad.

Mi rey hace tiempo que murió, ahora estoy seguro de ello, y su dinastía ha sido extinguida, su reino destruido, sus gentes dispersas. Nosotros, ignorantes entre tanto, nos consumimos en una conquista sin sentido. El castillo está vacío, y aquí seguiremos guardándolo por siempre.