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martes, 15 de enero de 2013

Ismail en Çaldiran

Llegué como embajador a la tierra de Persia para encontrarme con el shah safávida y presentarle misivas y muestras de aprecio de mi rey, acompañado de ricos presentes, que siempre son necesarios para aplacar la vanidad de los soberanos, y de toda clase de sirvientes y un destacamento de guardianes para la protección de la caravana. Viajábamos por las montañas que habitan armenios y kurdos, en las fronteras del padishah otomano, cuando, al llegar al llano de Çaldiran, encontramos a un hombre bajo y de piel gastada, un pastor que cuidaba su rebaño. Me aproximé a él y le pregunté:

-Discúlpame pastor ¿Sabes dónde puedo encontrar al príncipe Ismail de Persia? Me fue indicado que podría verlo con sus jinetes y su séquito de guerra, acampado entre estos montes.

-No encontrarás al príncipe aquí, no hace ni una semana que lo ví cabalgando a toda prisa hacia levante camino de Tabriz, el rostro desencajado por el miedo, su turbante deshecho sobre su cabeza, y la rica cota malherida por muchos golpes de lanza y espada. A su alrededor corrían también sus leales, todos despavoridos por la presencia de la muerte, que les llovía del cielo en forma de esferas de metal y pólvora. 

Dije adiós y gracias al pastor y le entregué una moneda de oro, que sin duda era más riqueza de la que había tenido nunca entre sus manos, por su amabilidad. Continuamos viajando hacia el este, en dirección a la ciudad de Tabriz, que es bella y cobija a grandes sabios y artistas al servicio de la corte safávida. Al llegar cerca de los muros de la ciudad vimos que estaban arruinados en muchas partes, y anegaba el cielo el humo que salía de su interior. Me aproximé a un caballero que venía por el camino en nuestra dirección, con la vaina de su espada colgando vacía, golpeando el lomo de su montura con el ritmo lento, mortuorio, de su paso. Le saludé y ordené que se le diese agua y descanso. Apartados del resto de la comitiva, a la sombra de un naranjo, le pregunté:

-Dime, soldado ¿Puedo encontrar en Tabriz al príncipe Ismail? Vengo de muy lejos para entregarle una embajada de mi soberano, y me dijeron que podría verlo aquí.

-El shah ya no está en la ciudad, apenas se detuvo en ella para abrevar a su caballo y después  huyó hacia el sur con los notables y los sabios de su corte, por el camino de Isfahán. Le venían pisando los talones los jenízaros del sultán otomano, pero se entretuvieron dando caza a los restos de su ejército, disperso por las colinas tras la batalla, y eso le dio tiempo a escapar. Ahora las tropas de nuestro enemigo saquean la tierra y las aldeas que encuentran a su paso, y yo he de unirme a los refugiados que se marchan a zonas más seguras.

Di las gracias al caballero por su ayuda y le entregué víveres y agua para el camino. Después nos dirigimos al sur, a Isfahán, donde se asienta ahora el palacio del rey safávida, entre cúpulas y minaretes de color turquesa. La ciudad yacía silenciosa, toda su vitalidad detenida, y cuando nos presentamos en la puerta del palacio fuimos recibidos por rostros sombríos. Se nos alojó en correspondencia a nuestra dignidad y durante días pude pasear por el charbagh real. Observé el agua saltar en las fuentes, correr tranquila por las acequias, alimentando árboles frutales y parterres de flores. Sentado en un pabellón recóndito observaba el esplendor del mundo a mi alrededor, los pavos reales cortejando a sus parejas con sus cien ojos azules rebosando deseo; un gato con rostro soberbio acechando a un gorrión, que recogía pequeñas ramas para construir su nido; patos remando en sus estanques de agua verdosa, flotando en un mar de sosiego y brillo natural, como si nada más importase, como si allí afuera, en el mundo de los hombres, no se librasen guerras y gentes poderosas no planeasen la destrucción y el sufrimiento de sus hermanos. Ninguna de las miserias humanas empañaba la vida del jardín.

Por fin se me concedió una audiencia con el gran visir del príncipe. Después de los saludos y los requerimientos del protocolo nos sentamos en sendos divanes, y le pregunté:

-Decidme, estimado visir ¿Cuándo podré ver al shah Ismail, y entregarle en persona las misivas y las muestras de afecto de mi rey? Sin duda alguna el señor de Persia se aloja en el palacio en estos días, todas las indicaciones que se me dieron así lo confirman.

-Así es, embajador. El shah se encuentra en palacio, pero no desea veros, ni a vos ni a nadie que no sean los criados que le llevan vino y las bailarinas y músicos que alivian el pesar de su corazón. Ismail se ha entregado a la bebida y la melancolía, y ha delegado en mí y sus otros ministros todas las tareas del gobierno. Tras la batalla en Çaldiran nuestros enemigos capturaron a las mujeres de su harem y las repartieron entre sus generales, como colofón a la humillación que los cañones otomanos nos infligieron ese día. Ya no queda poder en las manos temblorosas del shah. Yo me encargaré de las cartas y los saludos de vuestro señor, y escribiré una respuesta que le entregaréis, junto con regalos y la amistad de mi soberano.

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