La fortaleza, que ahora no es más que un resto de muros derruidos serpenteando entre los esqueletos de sus torres, contaba entonces con ocho torreones en total, murallas fuertes y una guarnición numerosa. La puerta principal estaba protegida por una barbacana desde la que se podía arrojar aceite hirviendo y una constante lluvia de flechas sobre cualquier atacante, y por una verja de acero y púas. En el recinto interior se erguía la torre de mi enemigo, alta y soberbia en su altura inalcanzable, bajo la cual, en la profundidad de la montaña, existía un acuífero que alimentaba una gran cisterna. El castillo tenía, además, almacenes con provisiones de cereales, carnes en salazón y pescado ahumado. Viendo por tanto que sería imposible o muy arduo rendirlos por hambre, decidí organizar pronto un ataque. Ordené formar tres campamentos rodeando la altura, y la construcción de mangoneles, escalas, arietes y onagros. También dispuse dos bombardas y cinco culebrinas listas para escupir fuego contra los muros de la fortaleza. Esa noche todos comimos y bebimos suficiente, y dormimos sabiendo que el día siguiente sería el primero y el último de muchas cosas.
Cuando salió el Sol ya tenía preparados a mis hombres para asaltar las murallas y tomar el portón por la fuerza. Nuestras máquinas de guerra dispararon sus proyectiles hasta resquebrajar la piedra de la fortaleza, y entonces nos lanzamos al ataque con un grito en cada garganta y arriba, arriba subimos las escalas, y abajo cayeron nuestros muertos rebotando entre las peñas, cubiertos de flechas. Dos de mis mejores capitanes murieron ese día sobre la muralla, desmembrados a la altura del codo por los hachazos del brutal guardián del portón, que disfrutaba del calor de la carnicería más que de cualquier otra cosa en el mundo. La visión de esa bestia quitándoles la vida a mis compañeros inundó mis venas de furia primigenia, y con un grito que nacía de mis entrañas más salvajes me lancé por encima de las almenas por la primera escala que me salió al paso. Me quedé en pie, frente al guardián de la puerta. Le dije:
-Aquí termina todo para ti, he venido a matarte.
-Ven a intentarlo- Me respondíó resoplando como un jabalí- Esparciré tus sesos por toda la colina.
Y nos abalanzamos el uno contra el otro. ¿Qué más se podía decir? Queden las palabras y los bellos discursos para los poetas floridos, mi poesía fue mi espada atravesando la garganta del guardián, y el sonido de su cuerpo chocando contra el suelo cuando lo empujé por el hueco entre dos almenas.
Al ver caer a su campeón más fiero un gemido de desánimo voló entre las bocas de los defensores, y comenzaron a ceder, abrumados ante nuestros golpes de fuerza redoblada. Allí entre la confusión saltó despegada del cuerpo, en una imposible pirueta, la cabeza del capitán de la guardia de la torre del Homenaje, que era también uno de los principales lugartenientes del señor del castillo. Parecía que la defensa de la muralla era como la hierba a merced de nuestro viento de tormenta, que nuestros enemigos eran como astillas esparcidas por la caída del tronco, hendido de golpes de hacha. Ya ondeaba mi estandarte sobre la puerta, cuando de la nada apareció una nueva oleada enemiga, un muro de brazos frescos y descansados sosteniendo picas, desde el bosque de pinos a nuestra espalda, con el hijo del señor rebelde del castillo a la cabeza. Nos vimos atrapados entre el hierro frío de las picas y el muro ensangrentado, pero luchando como poseídos, con más valor que sensatez, pues en esas situaciones no valen de nada ingenios y tretas, solo la fe y la fuerza de la desesperación, logramos abrirnos un camino segando articulaciones, cortando gargantas y lanzas entre el rugido y el fuego de la ira, que es la pintura roja que tiñe el fondo del combate. Al otro lado de la batalla nos encontramos el reducido grupo que habíamos conseguido escapar de la trampa, a nuestro alrededor nuestros hermanos arrojaban las armas y corrían hacia los campamentos. Mirando atrás pude ver los gestos victoriosos del enemigo, los golpes con los que remataban a los que habíamos dejado atrás. Esa noche el silencio y su amante sombra fueron los únicos huéspedes en muchas de las tiendas, pero aunque entre la tropa el ánimo se tambaleaba, yo sabía que la derrota es algo natural en la guerra y en la vida, y que no hay que temerla ni permitir que envenene la voluntad. El revés de la mañana resultaba amargo, pero no decisivo. Yo ya había hecho acopio de nuevas estrategias, y recubierto mi espíritu de fe y valor. A la mañana siguiente la batalla continuaría.

Así continuamos durante semanas. Se alternaban las estrellas con el alba, y los hombres de armas martillaban el portón con un ariete de roble y acero, mientras caballeros de familias orgullosas les defendían la retaguardia de los contraataques enemigos. No les dimos tregua, no reposábamos ni durante la noche, empecinados por la misma inercia que a ellos les hacía resistir cada uno de nuestros embites. Un día encontramos el portalón secreto por el que nos atacaban las espaldas y organizaban razias nocturnas en nuestros campamentos, oculto a la sombra de un acantilado boscoso. Les tendimos una trampa una noche que salían por la portezuela decididos a sorprendernos, pero fueron ellos los que quedaron sorprendidos por las flechas que, lanzadas desde la espesura, clavaron al miserable hijo del señor rebelde contra la madera del portalón. Ya no sonreiría más ante nuestra desgracia, ni tendría oportunidad de una treta como la de la primera mañana del asedio, ahora tan lejana.
Se perpetuó la carnicería y se volvió vano el esfuerzo de las armas. La guerra se alimentaba a sí misma como una rueda que engrasa su eje de odio y deudas de sangre. Perdí la cuenta del tiempo, que se arrastraba lento bajo un cielo gris oculto de nubes, que no cambiaba el rostro ni de día ni durante la noche. Una mañana me despertó sobresaltado el silencio de bombardas, mangoneles, culebrinas y onagros. No quedaban proyectiles, todos habían sido lanzados. Revisé mis registros ¿Cuánto tiempo había pasado desde que llegamos, meses, un año quizás? No podía ser consciente, tan parecido era un día al anterior y al siguiente. Ya había enviado cinco cartas a los consejeros de mi rey solicitando municiones y otros implementos de guerra, pero ninguna había recibido respuesta, ni habían regresado los mensajeros que las portaban. Me acerqué a la bacina de metal con agua fresca que había junto a mi cama, recogí un poco del líquido con el cuenco de mis manos y me refresqué el rostro. Alcé entonces la mirada para encontrarme con mi imagen en el espejo, grato trabajo de reputados artesanos, que una bellísima dama de la corte me había entregado para recordar, con el reflejo de mis ojos, el destello de los suyos. Vi mi rostro avejentado de manera antinatural, arrugas enmarcando los ojos adormecidos por el agotamiento, y el cabello y la barba cayendo en una cascada blanca cuando antes habían lucido de un castaño arbóreo. El esfuerzo, las noches en vela, la sangre, el hierro y la roca se habían adherido a mi piel, llenándola de surcos.
Las murallas del castillo habían quedado destruidas en algunas partes, pero los de dentro habían amontonado y reforzado los cascotes con troncos, vigas y ruedas de carro. Durante días atacamos estas ruinas que hacían las veces de muro, y las cubrimos de cuerpos muertos, y fuimos rechazados cada vez. Ya no contabilizaba las bajas, porque los oficiales encargados del recuento estaban muertos, y sus sustitutos muertos o desmoralizados hasta el punto de no importarles, de no encontrarle el más mínimo sentido a su tarea. Mis hombres rumiaban amontonados en las esquinas del campamento, dejando caer sus miradas inertes en el vacío que se extiende entre los átomos. No recibimos noticias del hogar, ni una sola misiva fue contestada; ninguna amante, ningún hijo o esposa, ni padres ni madres parecían acordarse de nosotros. El silencio nos inundó el alma, se produjeron algunas deserciones, se las castigó con la horca, y a partir de entonces no hubo más desviaciones en el ciego caudal en el que nos habíamos convertido. Yo había llegado a aquella tierra díscola para clavar en su punto más alto las armas de mi rey y restablecer el orden de su gobierno, y no volvería ni pensaría en el regreso hasta haberlo conseguido.
Ahora incluso el aire se había vuelto perezoso, flotaba desabrido entre la tela de las banderas y la heráldica, se pudría cada mañana sobre nuestras cabezas en forma de rocío malsano que carcomía nuestras armas y armaduras. Hacía tiempo que no sufríamos salidas desde el castillo, y los intervalos entre nuestros ataques se fueron haciendo más largos, hasta que un día ni yo mismo encontré en mi corazón deseos de seguir combatiendo, poco después de haber estado a punto de morir. Eran las primeras horas del amanecer, y una lluvia insistente regaba el sonido de las espadas y el roce de las corazas. A mi alrededor todo eran siluetas recortadas contra una cortina de agua, aquí y allá veía un hombre derribar a otro, clavarlo en la tierra con la punta de su lanza, y subir trastabillando un monte de escombros hasta enzarzarse con un nuevo enemigo. Uno de ellos se abalanzó sobre mí intentando arrancarme la vida con su hacha, esquivé el golpe, pero tropecé con una roca y rodé por el suelo. Intenté levantarme a toda prisa, sintiendo el movimiento de mi enemigo a mis espaldas, alzando el brazo en un golpe definitivo que descargó contra la parte trasera de mi armadura, quebrándola y atravesando mi carne. Sentí el dolor seco del arma cortando en dos mi espíritu, sentí un rayo apuñalándome desde el cielo, y una cortina roja me cubrió la vista. Cogí un escudo astillado del suelo y volviéndome en un arrebato eléctrico lo estampé en el rostro de mi enemigo, mi asesino. Después saqué mi daga de su vaina y le atravesé el corazón sin darle tiempo a nada. Caí sobre mis rodillas, llamando a gritos a mis capitanes. Me transportaron a rastras montaña abajo hasta mi tienda, y allí me entregaron a los cuidados del físico. Por suerte mi herida no era mortal y no sufrí infecciones malignas, pero después de ese día no ordené más ataques. Como último acto estratégico reforcé la pinza alrededor de la fortaleza, distribuyendo patrullas de jinetes y monturas famélicas que iban y venían por los bosques que cubrían la altura, vigilando que no se produjesen fugas desde el castillo o deserciones entre nuestras filas. Los hombres que formaban estas patrullas habían sido los más leales, y ahora su lealtad se había transformado en locura, capaces de degollar a su mejor amigo y compañero de cien peligros solo por haber formulado palabras críticas o de hastío, o deseos de volver al hogar. Pero a mi ya no me importaba nada, solo pensaba en quebrar la defensa de nuestros oponentes, en rendir esa roca oscura que casi me había costado la vida, aunque tuviese que pulverizar sus muros a dentelladas. Los de dentro tampoco se movían. En el atardecer, nítida contra el rojo del cielo, veíamos la sombra de un centinela apoyado en su lanza sobre el portón, y ballestas y cascos asomando agachados desde las almenas; y en la noche aparecía una luz en la ventana más alta del torreón central, la de los aposentos del señor del castillo, que maquinaba Dios sabe qué triquiñuelas para provocar nuestra derrota.
Así dejamos correr las estaciones, cada una igual a la anterior, en un cerco interminable. Desfilaron ante nuestros ojos una Primavera cubierta de nieves, un Verano gris y lluvioso, y los árboles no perdieron su verdor ni en lo más profundo del Otoño. La región entera estaba maldita, repelía nuestra presencia violenta y el enconamiento de los rebeldes de la fortaleza. Por fin, un día, me aproximé a la puerta de la muralla para comprobar si se habían hecho nuevas reparaciones, seguido de algunos jinetes y el estandarte descolorido de mi rey. Entonces uno de los que me acompañaban señaló al centinela en la barbacana con un grito de sorpresa. Sobre su cabeza, apoyada en la lanza, se apoyaba a su vez un cuervo que le arrancaba del rostro pedazos de piel decrépita. Ordené disparar a uno de los yelmos que sobresalían entre las almenas, y cayó rodando por el suelo un cráneo polvoriento. Otro de mis hombres escaló el muro, y arrojó ante nosotros el esqueleto desmoronado del centinela traqueteando en el interior de una cota de malla. Se corrió la voz entre la tropa, comenzaron a llegar hombres, puñado de almas desnutridas en nada parecido al brillante ejército que se dio cita al pie de la montaña tanto tiempo atrás. Escalamos los muros ruinosos, por fin se abrieron ante mi los maderos del portón. Al otro lado solo nos esperaban cadáveres embutidos en sus armaduras, caídos en los rincones, defendiendo la fortaleza hasta su último suspiro, hasta que la tortura de la espera, el hastío de formar parte de una pesadilla sin fin, les paró el corazón. Las cisternas del castillo estaban secas, como si hubiesen pasado por ellas mil años de evaporación. En el torreón central los muebles se esparcían podridos, en la biblioteca los libros se quebraron al tratar de ser leídos. Las bellas palabras escritas y su sabiduría atesorada durante siglos alimentaron las fogatas de mis hombres cansados. También el crucifijo de la capilla acabó entre las llamas, porque mis soldados ya no creían en Dios, y yo no tenía fuerzas para evitar sus atropellos. El asedio había concluido, todo a nuestro alrededor se extendían las mieles de ceniza, la sonrisa cruel de la muerte en la victoria. En lo más alto del torreón, en los aposentos del señor, encontramos a su hija sucia y descuidada, con los cabellos negros, en otro tiempo bellos como una noche estrellada, cayendo desordenados por sus mejillas cuarteadas, convertidos en harapos. Alimentaba el fuego del hogar, entre murmullos incoherentes y viejas cancioncillas de amor, con los vestidos de seda con los que había cautivado a la corte de su padre en los jardines del castillo, entre fuentes y senderos de rosas. Tuve el tiempo justo de matar a la pobre infeliz de un tajo rápido en su cuello todavía delicado, antes de que mis hombres, convertidos en animales, viniesen a torturarla de la peor manera posible, pero no pude evitar que rompiesen e injuriasen los restos del señor rebelde y su primogénito caído en combate, y que saqueasen las criptas de la familia.
Tras eso la soldadesca comenzó a amotinarse. Los pocos leales y cuerdos que quedábamos entre nosotros conseguimos a duras penas encerrarnos en el torreón. Subimos por la escalera de caracol hasta la terraza, y allí echamos abajo la bandera enemiga, y colocamos en su lugar el estandarte del reino, que de tan descolorido y raído apenas podía distinguirse de un paño sucio, del tipo que usaría una criada para limpiar los trastos de su cocina. Desde la altura vimos a los amotinados matarse entre ellos y destrozar cuanto encontraban a su paso, como si buscasen en la carnicería insensata alguna explicación a su propio salvajismo, y allí en el patio de armas los supervivientes de mi ejército se abandonaron a la oscuridad.
Mi rey hace tiempo que murió, ahora estoy seguro de ello, y su dinastía ha sido extinguida, su reino destruido, sus gentes dispersas. Nosotros, ignorantes entre tanto, nos consumimos en una conquista sin sentido. El castillo está vacío, y aquí seguiremos guardándolo por siempre.
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