I am only a fool
who buys many books

viernes, 28 de febrero de 2014

Una por el 28 de Febrero

Niña morena melancólica,
tirando miradas perdidas
al agua verde, naufragio de tu memoria.
¡Cuántas veces te he hablado,
sin llamarte por tu nombre!
Vuelve la cara, mírame, princesa oculta;
tus raíces se retuercen negras
en los cabellos de doña Inés,
en los ojos del deseo,
aletean tus blancos vuelos.
¡Tantas metáforas, si bastaría tu nombre!
Andalucía terrosa,
Andalucía oscura, perdida,
sueño marmóreo de columnas,
mujer deseada,
Andalucía irreal, marina,
Andalucía exiliada,
ignorante Vandalia de acero,
Andalucía maldita.

Vuelve tu rostro, niña altiva,
ser andaluz es ser Boabdil
y llorarte siempre en algún destierro.




Nunca sirvieron a nadie cartas de amor,
jamás, nunca, pudieron ganar un corazón;
no es carne latiente la que intenta amar,
sino un árbol deshojado.
No sirve a nadie el deseo,
es carga en el camino, 
pesada prenda;
no son tiernos los besos imaginados,
solo una espina el querer solo querido,
nunca realizado, siempre eterno,
eternidad baldía del peregrino.
Y mañana...
breve llama...
No habrá descanso a los anhelos del alma,
la piel aspira a la piel,
y la estrella navegará de nuevo,
ciega en el éter, en vano para todos. 

viernes, 7 de febrero de 2014

Tarde de Lluvia

Tacatactactactacatactac.

La lluvia tamborilea en los cristales y en el empedrado del patio. Dos pequeños gorriones revolotean confundidos entre las ramas de los naranjos, intentando refugiarse bajo las hojas del tiroteo de agua que cae del cielo. El viejo patio se llena un poco más de verdín, y las caras talladas en sus arcos arabescos cobran vida bajo el brillante reflejo del agua y la humedad. Tras los cristales, TUM-PAM, Argantonio estampa en los libros recién llegados el sello de la biblioteca de la Academia Real-Condal Sevillana de Bondadosas Letras, TUM-PAM, otro más, otro libro marcado, reclutado para criar polvo en un estante quejumbroso. Argantonio, el becario, se levanta, alza entre sus brazos, con dificultad, el torreón de libros que ha ido creciendo sobre la mesa, se dirige al salón contiguo, abriéndose camino entre muebles añejos, armarios que guardan secretos centenarios, sube la escalera apoyada en precario equilibrio contra los estantes del salón, y dispone los libros en orden. Después cubre la estantería con un cortinaje que hace que le piquen los ojos cada vez que lo toca, baja de la escalera y vuelve a su puesto en la mesa, TUM-PAM, tiene los dedos manchados de tinta. En el flanco de su mano incluso se puede leer, en letras difusas, "Real-Condal Sevilla..." 

Tacatactactactacatactac.

Es una tarde solitaria, la limpiadora ya se ha ido, derrotada por la imposibilidad de vencer a tan monumental congregación de polvo y moho como la que se asienta en cada rincón de la Academia, y el viejo portero, Don Pelayo, ha tenido que irse a su casa una hora antes, por un grave problema de estreñimiento. En el exterior resuena el concierto estruendoso de la lluvia, el agua cayendo en cascadas desde los canalones metálicos del tejado, un trueno a lo lejos, y todo en el mundo parece cubierto por una capa de luz metálica. Los retratos melancólicos de viejos académicos miran desde las paredes, hace poco repintadas de blanco por milésima vez, anhelando un poco de la atención y el renombre de que gozaron en vida; sus ojos vacuos, los ojos sabios de los retratos, que han aprendido al fin lo ilusorio de su gloria. Argantonio pasea la vista por los objetos esparcidos por la habitación, retazos, la calderilla que la Historia ha ido dejando olvidada aquí y allá en su apresurada marcha a encontrarse consigo misma. Un busto sin nariz de algún héroe griego, puesto encima de un aparador. Sobre el busto, en la pared, un retrato del Cardenal Orondo de Lerdo, antiguo director de la Academia, y un poco más allá, en el mismo aparador, un jarrón de cristal alargado, lleno de agua hasta la mitad de su forma, de la que sobresalen unas rosas que ya han empezado a marchitarse. Argantonio se apoya en el respaldo de su silla, que lo recibe con un crujido, todo cruje en esa casa, hasta el aire, y suspira. Qué silencio, a pesar de la tormenta. Los sonidos de la naturaleza son mero acompañamiento de fondo para el silencio, ominoso y embriagador. Entonces el becario aburrido se fija en ella, al principio como excusa para no retomar su tarea tan pronto, pero se queda esimismado, como en suspensión. El rostro  suave se curva en una linea fina, fina, frontera liviana entre la mujer y el infinito. La nariz es carnosa, los labios, cálidos, avivados en una sonrisa inteligente y alegre. Los ojos, que parecen llenos de vida a pesar de estar hechos de bronce, le observan entornados. El gesto de la mujer es tan real, su cara y su cuello girados tan conveniente y directamente hacia él, rodeado de libros, papeles y sellos, que duda de que la estatua no se haya movido para verle mejor, curiosa por una tarea tan mecánica como la de dar entrada a libros en una biblioteca cuyo objetivo no es ser leída, disfrutada, sino erguirse altanera, amenazante, en la altura de sus estanterias. Argantonio se levanta y se acerca a la escultura, la examina de cerca. En su pedestal hay una pequeña placa metálica, en la que se lee "Sapho". 

-Sapho, así te llamas.- Murmura Argantonio, apenas produciendo algún sonido. Al fin y al cabo no hay nadie alrededor a quien hablarle. Entonces alza la mano y acaricia el rostro de Sapho, con ternura simple y espontánea, en un movimiento originado en las raíces mismas de su alma, irracional, íntimo. Un homenaje a la belleza de la mujer de bronce oscuro. El metal parece temblar bajo su tacto, su frialdad parece diluirse por un instante y tornarse candente. El estudiante, becario de prácticas en la Academia, se gira y vuelve a su asiento, hoy le toca turno doble.

Pasan las horas y el tiempo no mejora. TUM-PAM. TUM-PAM. TUM-PAM. Los libros se suceden en una coreografía sin fin; Argantonio toma un libro de la pila de su derecha, lo abre por la primera página, estampa el sello de la biblioteca, TUM-PAM, deja el sello, coge su bolígrafo y apunta la fecha del día, cierra el libro y lo deja en la pila de su izquierda, ni se fija en su contenido, apenas recuerda los títulos que va amontonando uno encima de otro, ignora sus autores. Todo transcurre en una espiral asfixiante, el trabajo, el estudio, los libros, personas, rostros, bustos, todos mezclados en un remolino monótono. Necesita parar, deja caer la cabeza sobre la mesa y mira a Sapho frente a él. Ahora sus labios parecen estar entreabiertos, incluso puede distinguir una hilera de dientes perfectos asomándose tímidamente al mundo tras su cubierta carnosa. Recorre el cuerpo de la estatua con los ojos, los pechos ondulados bajo los entresijos de un vestido antiguo, la forma de un vestido, que no podrá ser separado jamás de la piel fría de Sapho. Y sin embargo el escultor quiso ir un poco más allá de la vestimenta, dejando al descubierto, sinuoso e insinuante, uno de los hombros sobre el que Sapho parece haber hecho deslizarse su túnica, en un gesto inocentemente premeditado y provocador. La mujer broncínea parece mirarlo ahora, no directamente sino de soslayo, como un animal salvaje, una gacela que gira su cuello liviano en la sabana, exponiéndolo al mundo como una prueba más de la belleza divina que lo impregna. Ese cuello, ese hombro, le recuerdan al estudiante a otros hombros, de piel, y otros cuellos, bajo los que se podía sentir el palpitar de la vida, del amor...Amor perdido hace tiempo, más del que incluso la Academia oxidada podría recordar. 

Argantonio se aparta de la mesa, empieza a divagar demasiado, se siente cansado. Se levanta y abre la puerta que da al patio, el frío y la humedad entran de sopetón como un tranvía. Camina bajo la arcada hasta los servicios. Las tuberías retumban en las paredes cuando abre el grifo, y tiene que esperar unos segundos hasta que el agua empieza a salir, derramándose sobre sus manos dispuestas como un cuenco. De vuelta en el despacho todo sigue igual, toma otra pila de libros, y se dispone a seguir con su trabajo cuando su mirada y la de Sapho se cruzan. Esta vez sus pechos, deslumbrantes, quedan expuestos ante él, y todo su cuerpo hasta el glorioso hoyuelo de su ombligo, donde se arremolina la tela del vestido caído. El repiqueteo de la lluvia en los cristales de las ventanas, en el empedrado del patio, se pierde, se vuelve pequeño, lejano, mientras Sapho alza los pies de su pedestal polvoriento y se aproxima a él, envolviéndolo en un abrazo metálico, rozándole la barbilla con su nariz, suave, pequeña, tierna... Los retratos vuelan de las paredes y se estrellan contra el techo.


                                                       000



Por fin ha salido el sol, la ciudad llevaba una semana sin verle la cara. Menos mal, ya estaba harto de charcos y de chapoteos y de salpicaduras. Humedad, humedad, maldita humedad. En esta Academia no falta la humedad.

-En ese cuartucho donde guardan el vino hay por lo menos cincuenta tipos distintos de hongos y amebas.

-Es un edificio solemne, señor mío, todo aquí es tan antiguo como la ciudad misma.

-Mmm-hmm.- ¿Cómo se llamaba este académico? Lo había olvidado. Del nombre de la otra que les acompaña, la directora de la Academia, si que se acuerda. Ricarda Vilán de Vilar, una mujer solemne como la misma institución que dirige, o la ciudad en la que vive. Esta mujer exuda una energía que le impregna cada parcela de su piel, incluso la hace parecer más joven. Eso es poder, eso que la hace tan segura y pagada de sí misma, eso que la rodea de un aura como de sabia vestal, es poder. Amigos por todas partes, en Madrid, en los periódicos, entre la aristocracia caduca de la ciudad...Según parece es íntima amiga de la Duquesa de Malva. Tiene amigos donde hay que tenerlos, amigos útiles. Por ahora la directora permanece en silencio, deja hablar a su subalterno y lo observa todo con severidad.

-¿Tiene usted idea de qué ha podido pasar?

-Bueno Don...Disculpe, ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

-Ignacio de Medina, duque de Cogorza.

-Bueno, Don Ignacio, la cosa me parece clara. El becario les ha robado una escultura. El por qué es otra cuestión. ¿Tenía algún valor, la estatua?

-Era una talla de finales del siglo XIX de un escultor desconocido. Por lo que sabemos siempre estuvo por aquí, durante un tiempo en un trastero, luego decidimos ponerla en el salón. Era bonita, pero carecía de valor. Al menos, de cualquier valor que compensase el desaparecer así. ¿Sigue sin saberse nada del estudiante?

-Nada en absoluto. Su familia, sus amigos, su novia...nadie ha vuelto a verle. 

-¿Cómo pudo llevarse la estatua?

Vaya, la directora por fin se ha decidido a hablar. Y es aguda, de hecho. Él ya lo había pensado antes ¿Cómo pudo el chaval llevarse la estatua él solo?

-Bueno, si se fijan, hay dos pares de huellas en este charco de tinta, así que debía haber dos personas. Quizás el becario tenía un cómplice...que iba descalzo.

-¿Y cómo desengancharon la estatua de su pedestal, Don Sagaz? No parece que haya marcas de palanca, ni rotura de ningún tipo.

-Puede llamarme Sagaz a secas, señora. No hay dones que valgan con ese apellido. Quizás con algún tipo de disolvente químico, no sería la primera vez que se usa. Los ladrones de arte se vuelven más y más sofisticados.

-¿Usted cree que nuestro becario era un sofisticado ladrón de arte?

-Sofisticado, pero ignorante al fin y al cabo. Se llevó un objeto sin valor, cuando según he oído en su biblioteca guardan auténticas joyas.

-Sinceramente, yo daría carpetazo al asunto -El duque de Cogorza ha vuelto a tomar la palabra- Un becario desaparecido, una estatua desaparecida. Tenemos de ambas cosas a patadas. No veo necesidad de seguir rompiéndonos la cabeza por un misterio, si es que merece el nombre, de tan poca categoría. Sus honorarios, señor Sagaz, nos cuestan más caros que la estatua misma. 

-Mmm-hmm. Como prefieran, lo cierto es que no tengo mucho más que añadir a lo que ya he dicho. El becario y un, o una, cómplice se llevaron su estatua aprovechando la ausencia del portero y se desvanecieron en la tormenta. Tendría que seguir adelante con mi trabajo para averiguar dónde han ido, o qué han hecho con la escultura.

-Bueno, señor Sagaz, como ha dicho Don Ignacio, no creemos que eso sea necesario, pero le agradecemos la ayuda que nos ha prestado. Si nos espera en secretaría, le haré un cheque en un momento. Me gustaría tener unas palabras a solas con mi colega.

Que hablen lo que tengan que hablar, que cuchicheen sus oscuros intereses, sus turbios chanchullos. La ciudad es suya, el mundo es suyo. Sagaz toma su dinero, la justa recompensa por su trabajo, pero no tomará para sí ni sus ideas ni su actitud.

Que patio tan bello, las naranjas brillan en sus ramas, una pareja de gorriones canturrea...El aire es cálido, y la mañana se abre como una flor para el mundo entero. En algún lugar ahí fuera hay dos fugitivos más. Ojalá corran para siempre.

sábado, 1 de febrero de 2014

Tantas canciones que caen yermas
en este flagelante vacío,
este saco roto que arrastro
enterrado en mi pecho herido;

tantas noches imperfectas,
cuadradas, como una habitación
sin tu aroma, tu huella,
sin sueños ni amanecer ni día;

tantos anhelos punzantes,
llamas enardecidas sin quererlo,
deseos atados con espino y alambre,
así tantas horas sin vivirte.