Tras los balcones y las celosías unos enamorados arden bajo sábanas blancas, ella gime con los labios entreabiertos, apretados contra la almohada, y él le muerde la oreja. En la ventana de al lado alguien está muriendo, desde otra llegan las voces de una televisión, y la silueta de una anciana sentada en una butaca se proyecta sobre el cristal. En los portales de las iglesias duermen los mendigos, y unos amigos salen de un bar que fingía estar cerrado, volcando contenedores y alborotando con sus risas, estridentes y alegres. En algún lugar se está cometiendo un asesinato, u otro acto terrible de miseria humana; dos locos que pelean, y empapan los adoquines con su sangre. Las historias brotan de entre las piedras, se aferran a los muros y las verjas de los patios como plantas enredaderas.
Al amanecer las historias se secan, los fantasmas vuelven a sus tumbas, los durmientes se despiertan, y la ciudad regresa a sus ocupaciones diarias casi sin recordar lo sucedido la noche anterior. Los protagonistas de estas historias se funden en la marea de gente que va y viene entre comercios y cafés, sus almas confluyen en el gran espíritu de la ciudad, que respira y anima el aire sobre los tejados, y hace latir con vida y sentido cada jardín, cada casa. Como una mente colmena, un mar de recuerdos y experiencias con voluntad propia, la Ciudad es consciente de cuanto pasa en ella.
Y yo paseo cada noche por sus calles, y las luces de las farolas son como estrellas.
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