Luego llegó el invierno del letargo, el estancamiento, en el que cenizas y residuos cubrieron el Sol relegándonos a un cielo de hormigón y eternas nubes grises. La Tierra quedó exhausta, el mar se volvió de plástico. Y, aunque el día del fin ya había quedado fijado, los necios y mezquinos que nos gobernaban aún se las arreglaron para hacernos creer que todo iba bien, que la maquinaria de la cual solo éramos engranajes sin alma funcionaría para siempre. Ciegos, ofuscados por la droga que llamábamos ocio, caminamos directos hacia nuestra perdición. Nuestros países se enconaron en guerras fútiles en cuyo fuego se sacrificó lo que nos quedaba de moral, nuestros Estados, invento estéril de control del individuo, se estrangularon unos a otros y a las sociedades que gobernaban y, engañados por lo que entonces se llamaba Nacionalismo, ideología del egoísmo y la estulticia más inhumanas, las buenas gentes que aún quedaban en esta tierra de demonios fueron despedazadas, amputadas, segadas en ráfagas de fuego que hombres indignos controlaban a miles de kilómetros de distancia, desde la seguridad de sus fortalezas subterráneas, hasta que incluso ellos quedaron sepultados, y las siluetas de altas torres, recortadas en el fulgor escarlata del apocalipsis atómico, fueron la última visión de los millones que perecieron en nuestras ciudades. En un día, con su compañera noche, la creación del hombre se resquebrajó, toda su herencia de cemento pereció, y el Sol amaneció en un mundo de paz sepulcral.
Bajo el brillo de ese Sol pálido la Tierra se encontró a sí misma purgada, porque la construcción trae consigo destrucción, y la destrucción trae renacimiento. En ese día, que desde entonces contamos como el primero de esta nueva Era, los supervivientes de la catástrofe vieron que en el campo se abrían nuevas flores de esperanza, y que de entre los tocones calcinados comenzaban a crecer brotes jóvenes que vivirían para verse milenarios. El cielo se abrió disipado de nubes venenosas, y el salitre de los océanos continuó su labor corruptora y desguazó barcos, oleoductos, puertos, y toda esa marea de basuras que era el patrimonio más duradero de la civilización industrial. Del vacío más allá de los cielos llovieron nuestros artificios flotantes, desterrados de aquel mar de agua oscura e islas de fuego que es territorio de la mente y el espíritu, no de la materia y las cosas que viven. Los animales resurgieron de sus escondites, y pacieron la hierba, y cazaron y se multiplicaron en perfecto equilibrio, como habían hecho durante millones de años, y aún habrían de hacer durante millones más, pues ésa es la voluntad y la belleza de la vida, que transcurre en equilibrio y es eterna. También los humanos, que durante mucho tiempo vivimos en ese equilibrio, retornamos a él desengañados de la ilusión del progreso desenfrenado, que consume el mundo y le impide renovarse. Reconstruimos nuestras casas con humildad, sin soberbia; aceptamos que el hombre es solo una estrella en la constelación de la vida, que somos una gota en un mar tranquilo que se extiende hasta los albores de la eternidad. Aceptamos que el conocimiento se va desvelando como las siete puertas que se abren, una tras otra, hasta revelar el jardín secreto donde crece una planta llamada respuesta, que solo florece regada por la paciencia y a la luz de la meditación tranquila y la intuición sosegada. No existen atajos, no existen caminos alternativos. La ciencia de los tiempos anteriores al Cataclismo sacaba un ser del río, lo diseccionaba y catalogaba sus partes, su parentesco y sus diferencias con otros seres, y decía que aquella criatura destruida era un pez. Pero solo el pez sabe lo que es ser un pez; solo el que es uno con todo lo que existe puede conocer la respuesta al enigma que trae consigo existir.
Ahora vivimos en pequeñas aldeas, cultivamos y ganadeamos nuestro alimento, almacenamos cuanto no utilizamos para épocas de carestía, o lo intercambiamos con los habitantes de otros pueblos. Rehuimos el dinero, pues lo sabemos absurdo, y no hay un estado que nos gobierne, porque conocemos los desmanes y la esclavitud que trae consigo. Nuestro número no sobrepasa un cierto límite, porque la superpoblación provoca la muerte del entorno, y no hay guerras por cuestiones de identidad u orgullos colectivos, porque sabemos que el Ser humano es un todo en el que no existen fronteras.
Esta historia la contó un hombre a su hijo, y le indicó que debía contarla siempre como si la hubiese vivido, así no se vería desgastada su importancia por el paso del tiempo. Su hijo la relató a otros hombres, y esos hombres a otros muchos, y después de tantos siglos seguimos contando esta historia como si hubiese sucedido ayer, porque así conservamos su terror y su verdad intactos, y recordamos adónde conducen los caminos de la avaricia y el desenfreno. Así te lo cuento a tí, esta noche en que abandono la apariencia de humano y retorno a la fuente de la vida, a tí que eres la rama de mi tronco, la chispa de mi llama, mi hijo amado, que tendrá otros hijos y ellos otros, perpetuando nuestra especie, siempre en equilibrio y mesura, hasta que caiga el velo de la oscuridad sobre este mundo. Pero ni siquiera en ese momento terminará la vida, porque este Universo que habitamos es inmenso, y se expande a lo ancho y lo profundo, y no es la nuestra la única forma en que se manifiesta la existencia.
Vive feliz, vive sin miedo ni ansiedad, y algún día te reunirás conmigo.
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