Hoy, como de costumbre, paseaba por una calle cercana a tu casa. Suelo hacerlo por si, por casualidad, te veo y puedo desearte buenos días, y oír de tu boca un "hola" desganado, por lo menos. Pero hoy, como de costumbre, no te he encontrado, así que solo iba pensando en mis cosas cuando se cruzó en mi camino una paloma blanca, y la visión de mis zapatos la espantó. Con miedo excesivo saltó de la acera, y empeñada en huir de mí, que no le pretendía ningún daño, no vio el coche que aceleraba calle abajo y que en un segundo la convirtió en una pulpa grisácea, salpicando mis zapatos con unas gotas de sangre.
Ver aplastar por un camión a un cochecito de bebé no me habría causado más horror, y con la cara descompuesta y aguantando el vómito en mi garganta seguí andando sin poder pensar en otra cosa, y al llegar a mi casa ya estaba seguro de haber sido testigo de un hecho de vital importancia, poco menos que una señal divina. Si cada fibra de cada ser, cada pensamiento humano, se dirige hacia un propósito definido, el destino, en mi mente estaba claro que la muerte de la paloma aquella tarde, ante mis ojos, llevaba millones de años escrita en la mente de Dios, cuidadosamente recogida en el libro de la vida y la muerte. Tumbado en el sofá, pasando de un canal a otro en la tele, no dejaba de buscar el significado de la paloma muerta. ¿Qué quería decirme el universo al mostrarme algo así, qué debía hacer? ¿Tenía que olvidarte, tenía que matarte, matarme? ¿Tenía que viajar, peregrinar a algún lugar santo, o quizás aprender alguna verdad sobre mí, sobre la vida misma? De vez en cuando, a lo largo de la noche, me asaltaban dudas ponzoñosas. ¿Y si no hay ningún objetivo que rija la existencia, y si la muerte de la paloma fue en vano, tan solo un retazo macabro en un mar de nada? Pero esta idea, que me acercaba peligrosamente a la desesperación, era rápidamente desechada una y otra vez.
Una llamada al móvil acaba con mi meditación, sin que haya sido capaz de encontrar respuesta a la gran pregunta que la paloma había arrojado a este mundo al morir. Unas cervecitas con los amigos, la mejor manera de dar una pausa al problema, y retomarlo con más fuerza antes de dormir. Mientras ando la mente permanece suspendida, flota por encima de los adoquines, de las azoteas, y vuela entre los campanarios. Mis ojos, abandonados a sus instintos más primarios, creen verte en cada esquina, te reconocen en todas las espaldas y en todas las risas, y así ando, como un espíritu perdido, hasta que llego al bar donde están mis amigos, y de nuevo mis partes dispersas se funden. Nos reímos, y hablamos de maravillosas cosas sin importancia, y hoy hay una cara nueva, con un pelo parecido al tuyo y unos ojos que no se parecen en nada a los tuyos. Me la presentan, y hablamos, y reimos, y seguimos hablando y riendo hasta que tres noches más tarde me invita a subir a su casa, y en el balcón no hay tulipanes, pero si geranios, y la ropa de su cama no es rosa, sino roja, y no tardamos en deshacerla. Y mientras estoy encima de ella me fijo en que nunca había visto los libros ni las fotos de su estanteria, y que nunca había escuchado su respiración, ni sus susurros. Soy como Lewis y Clark, recorriendo su cuerpo desde el Atlántico al Pacífico, soy Magallanes, navegando tan al Sur como nadie había llegado antes. Y entonces lo veo, justo en la curva del muslo, la paloma blanca. Ahí esta, tatuada en su piel, la misma paloma que vi atropellar, estampada en su cuerpo. ¿Es una señal, es éste el camino que ha marcado para mi el universo?
Mientras ella duerme miro a la calle desde su balcón, pienso en las palomas, y por una vez creo haberte olvidado, creo haber encontrado de nuevo el sendero perdido. Pero oigo tu voz, justo debajo mía, te veo alejarte por la calle oscura, sin notar mi presencia a unos metros del suelo, y desde las malditas estrellas tu recuerdo vuelve a zambullirse en mi cabeza, arrogante, inflexible; no respeta ni el designio divino.
Los recuerdos no resperan ni a sus dueños
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