
Y sin embargo es una noche importante. El sátrapa de la provincia autónoma del noreste, gentil ladrón y vendedor de hipocresías, regatea en una esquina con uno de los validos del monarca. Este gobernador, como su padre y su abuelo antes que él, ha demostrado un gran talento para la manipulación de las gentes de su provincia, alentando las rebeliones contra el emperador, achacando a su reinado los males de la región y escapando así al castigo que merecen todos los bandidos serranos, de entre los cuales los servidores públicos son la clase más longeva y lozana. Los dos hombres discuten sobre cobros de rentas e impuestos, sobre reparto de cargos para sus allegados, mientras comparten una tarta de bizcocho y chocolate fundido, recubierto con rayas de polvo colombiano. Al emperador y sus partidarios les han dado más de un quebradero de cabeza las exigencias de este gobernador y su estirpe, empeorando aún más la situación que la provincia autónoma del noreste sea de las más ricas del reino. Por todo esto se espera con ansia la conclusión de las negociaciones esa misma noche, con los acostumbrados falsos alegatos sobre el bien común y el respeto puestos como colofón al reparto de ganancias, que pondría fin a los chantajeos separatistas al menos durante algunos meses o incluso años, con suerte. Cómo se sorprenderían los jefes de bandas y rateros, los chulos y los comerciantes de opio que en ese momento pululan por los arrabales que se extienden a la sombra del palacio imperial, si supiesen lo parecido que es su empleo al de los gobernantes de la nación.

Conocí a un hombre sabio, antes de marcharme de mi ciudad. Vivía en un edificio que muchos creen abandonado, en una calle estrecha de adoquines desgastados entre los que corren riachuelos cuando llueve. Rodeado de una tapia de ladrillo cubierta de cal, sucia de orín de perro y pintadas, se abre, tras una puerta miserable, un jardín verde regado por una fuente antigua y un laberinto de acequias. Por encima de la hierba crecen un par de naranjos y un limonero, jazmines, y junto al jardín se levanta una casa baja con balcones de los que penden macetas de geranios. Los muros de la casa se inclinan, la pintura descascarillada deja al descubierto sus ladrillos desnudos, y nunca se ve a nadie entrar o salir del edificio, por lo cual todos los vecinos de la calle creen que está abandonada desde hace mucho. Pero los geranios que se balancean sobre la calle siguen luciendo rojos cada primavera. Un día, paseando por ese callejón trasero, abandonado a los siglos pasados por la mirada intranquila del presente, me detuve frente a la portezuela del jardín, que se entreabría como invitándome a entrar. Desde fuera podía escuchar el goteo del agua en la fuente saltando hasta mis oídos, y las voces de hombres y mujeres charlando. Me decidí a abrir por completo la puerta. Allí estaban, sentados alrededor de una mesa conversando amigablemente, comiendo y bebiendo, los dueños de las voces que había oído desde la calle, y entre ellos un hombre que destacaba sentado en un trono alto de madera tallada, que hacía que los demás callasen cuando hablaba. Me invitaron a sentarme con ellos y participar en la conversación. Discutimos sobre el amor, el mundo, sobre viajes; contamos aventuras propias y ajenas, historias que desde su nacimiento, en su ir y venir de boca en boca, habían evolucionado de sencillas anécdotas a verdaderos relatos épicos. También hubo algunos que hablaron de filosofía y cuestiones metafísicas, un tema que siempre acaba apareciendo cuando hay alcohol de por medio. Al caer la noche, cuando la luz se hubo esfumado del jardín, el hombre del trono de madera, el dueño de la casa, se despidió y se retiró al interior de su hogar, invitándonos a volver la tarde siguiente. Los demás volvimos a la calle fría, de vuelta a nuestras vidas conquistadas por la cotidianidad. Tardé varios días en volver al callejón, pero con el tiempo me convertí en un huésped asiduo del jardín secreto. Recuerdo algo que nuestro anfitrión, el rey del jardín, dijo en una ocasión: "Los imperios van y vienen, las civilizaciones se levantan del polvo para volver a disgregarse en mil motas voladizas pasado un tiempo. Todo en este mundo es perecedero, vivimos como sujetos a la rueda de un carro, y lo único que permanece inmutable es su centro, éste jardín, que es el hogar del espíritu. ¿Debemos empañar lo que nos hace eternos, debemos arruinar nuestra humanidad, por algo que dura tan solo lo que el parpadeo de las alas de una mariposa? Los mártires de las grandes causas no son tales, sino pobres marionetas atrapadas en las telas de araña de los poderosos. El mundo no necesita mesías, revolucionarios arrogantes que lo inunden de sangre e intenten detener el curso de la historia. La felicidad, la libertad, se ganan con comprensión, con actos de bondad, con el conocimiento de los lazos que unen a todo cuanto vive o yace inerte en la unidad del cosmos. Pero el deseo de salvar al mundo entero de sí mismo nace de la arrogancia y de un corazón ausente."
Así es, quizás, como el Universo eterno gira sobre sí mismo, como una serpiente enroscada que lo abarca todo en el abrazo de sus anillos escamosos. Pero cómo se le puede exigir a un hombre que se atenga a la lentitud de la justicia divina, que a las generaciones humanas, que se suceden como granos de arena atrapados en un torbellino, se les antoja más como pasividad y silencio. Nosotros no somos rocas ni espíritus de hierro inamovible, sino corazones que sufren y bullen en rebeldía, mentes capaces de fraguar tramas vengativas, revestirlas de vistosos ideales y pulir nuestro odio hasta volverlo afilado como una daga. Nuestro espíritu se inclina por la acción violenta, desprecia el perdón y la paciencia como debilidades más propias de viejos o locos, y yo no quiero verme paralizado por la duda, ni puedo permitirme olvidar, retirarme al cuidado de los jazmines que florecen en el jardín de mi alma, consolarme en la filosofía. No puedo dejar a esta corriente maliciosa que nos arrastre a todos al abismo sin antes bracear como un animal desesperado por desasir el abrazo mortífero de sus aguas. Si todo ha de acabar en desastre quiero saber que hice cuanto pude por evitarlo, aunque tan solo sea por aplacar la herida que la condición humana abre en la carne de mi orgullo, por asegurarme a mí mismo que no soy un cobarde. Quizás un santo pueda renunciar a las cosas perecederas y aceptar su destino hasta ese punto, pero es algo que queda fuera de mi alcance. Por eso un día decidí viajar a la capital con la ayuda de amigos que como yo deseaban un cambio a mejor y que estaban decididos, como yo, a regar con sangre el árbol del futuro. Tras meses de cuidadosa conspiración, ayudados de personas oscuras y poderosas, en esta noche de celebración, en estos túneles remotos que roen la colina sobre la que se asienta el palacio del emperador, pondremos punto y final al mal gobierno y las hipocresías de nuestro tiempo, con mil barriles de pólvora unidos en una explosión que quemará las páginas centrales en los libros de historia. Las gentes claman justicia, y nosotros se la serviremos calcinada en una tormenta de fuego, que es de la única manera que puede digerirla el hombre.
Paseo en la inmensa oscuridad del subterráneo, tan lejana al calor de la vida humana, más negra que la noche arropada en el cortinaje blanco de la Luna y las estrellas, quebrada tan solo por el fuego de mi antorcha alumbrando los barriles preparados para su combustión. Qué cruel se siente el aire paralizado de esta mazmorra, frío y afilado como el hierro, en nada parecido al calor etéreo que cubre mi ciudad en los atardeceres del Verano. El escenario es idóneo, el tiempo casi el correcto, para que caiga el telón sobre el gobierno del emperador que yace ebrio sobre cojines de seda. Sus ministros se retirarán pronto a sus aposentos adulados por caricias compradas, desprevenidos, casi es el momento. En mis manos se ha depositado la conclusión de la tarea, tan solo he de llegar a la portezuela secreta, oculta por zarzas al otro lado de la colina, donde me esperan un caballo y la llanura extendiéndose en calma para mi huida, y acercar la llama de mi antorcha a los cordeles que conectarán el fuego con las cargas de pólvora. Entonces, desde una distancia prudencial, me giraré para ver el fuego y el estruendo quebrar el mundo, haciendo tambalearse todo el hormiguero de la humanidad.
Pero... ¿Qué es eso? Se oyen pasos, el traqueteo de armaduras y espadas envainadas. Ahora voces, gritos de sorpresa. En uno de los recovecos del subterráneo aparecen los destellos de una antorcha ¡Los mercenarios del emperador han sido advertidos! Traición, sin duda alguien habló, uno de mis compañeros era un confidente o alguno de los hombres de poder que nos proporcionó los medios para nuestro atentado decidió que sacaría más provecho comerciando con nuestros nombres. Me escabullo por los túneles seguido por mil sombras chirriantes, "¡Traición, traición, no hay lealtad en este mundo!". Oigo pasos persiguiéndome, voces que gritan y me llaman por mi nombre...¡Conocen hasta mi nombre! Pero no importa que hayamos sido descubiertos, quizás en los pisos superiores aún no sean conscientes del peligro sobre el que se asientan, aún debo estar a tiempo de prender las mechas de los barriles. Frente a mí veo la tenue claridad de la noche a través de la portezuela oculta por la que debo escapar...Del otro lado escucho los movimientos de más hombres armados, los relinchos atemorizados de mi caballo. Da igual, ya he llegado al punto donde convergen las mechas de los barriles, la puerta frente a mí se abre con un estampido, puños de hierro aferran mi capa y me empujan contra el suelo, pero tarde. Por los cordeles viajan traviesas, terriblemente veloces, las chispas de mi antorcha, directas a los barriles. Todo el subterráneo esta repleto de cargas, no hay forma de evitarlo, está hecho. Los mercenarios lo saben, muchos arrojan las armas y huyen por los túneles, buscando la salvación como ratas acorraladas; otros intentan cortar las mechas, pero es imposible, hay demasiadas y se bifurcan y serpentean, consumiéndose demasiado deprisa. Sin saber por qué me viene a la memoria la última reunión en la que participé en el jardín oculto. Les dije a mis compañeros que me marchaba a la capital, por asuntos privados, dije, sin entrar en detalles. El rey del jardín me miró como leyendo todos los pensamientos que enmascaraba mi silencio. "Cuídate", fueron sus palabras, "y recuerda que el exceso, como el defecto, es la sal que mata la tierra en el vergel del alma. El exceso de celo, el exceso de lógica, el exceso de placeres. Incluso el exceso de pasión, que nos consume en nuestro propio fuego". Es el fuego de mis convicciones, el fuego de mi caridad, el que nos hará arder a todos esta noche. Las mechas ya han llegado a los primeros barriles, pero cómo se alarga este segundo en mi memoria, se fragmenta en millones de instantes, se funde en un fulgor blanco y abrasador. La luz, la luz me quema los ojos, se desliza sobre mi rostro calcinado ¿Quién es ése que grita? No, no es una sola persona, son muchas, muchas gargantas reverberando en la piedra húmeda de los pasajes, elevando la montaña por encima de la ciudad, por encima de las nubes. Las bailarinas, los ministros, el emperador dormido, se fraccionan en mil átomos ardientes mezclados con los pedazos del palacio, y el grito todavía no se apaga, sigue vibrando en las estrellas incendiadas, negras, humeantes; hasta que por fin se aleja del mundo, de la mano de un silencio triste y resignado.