-¿Y cuándo fue?
Ya hace mil años, puede que más. Tenia rizos negros, la piel clara. Sus ojos eran dos estanques de agua oscura, su cuello la luz de una vela. Sus pies pisaban rosas, sus manos estrujaban jazmines, y goteaba por entre sus dedos el dulce jugo de los estambres.
-¿Y dónde está ahora?
En el mismo lugar donde la vi por última vez. En mi memoria su mirada no ha envejecido ni un siglo, y han pasado muchos desde que abandoné la ciudad triste. Ella ríe en su azotea, desde allí ve todos los tejados, las cúpulas y los campanarios que intentan, casi consiguen, rozar el vuelo de su falda. Desde allí la ve la luna, y ríen con ella las estrellas, que en mi memoria siguen encendidas. Y en el patio aún borbotea la fuente, siguen húmedas las hojas del naranjo, y nuestros corazones nos golpean la piel al hablar.
-¿Y has ido a verla, desde entonces?
¿Para qué, para conocer a sus hijos, regalar flores a una lápida, ver que la luna se rompió en mil cristales, que murieron las rosas y el naranjo? Por qué querría ver la ciudad arruinada, los tejados y las torres despojados de su magia ancestral; sus ojos, vacíos de felicidad y del reflejo del cielo.
Por qué querría ver su sombra, si ella brilla cada noche con luz propia en mi recuerdo.
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