I am only a fool
who buys many books

jueves, 22 de diciembre de 2011

Aidan

Nacido en algún lugar cubierto de brumas de las Hébridas, señor de un castillo de piedra negra y una roca aislada, azotada durante todo el año por violentas tormentas y las olas oscuras de un océano helado, habitada por unos cientos de lugareños sucios y violentos, fríos como el mar y el cielo. Sus más preciadas posesiones son su caballo, su espada y su mujer, en ese orden. La barba pelirroja, el pelo largo, los ojos azules y la mirada fija en algun pensamiento, quizás soñando con el roce cálido, desconocido, del Sol. Así es Aidan, earl de Soay Mor. Su mujer es, como él, hija de la piedra y la sal. En el lecho de pluma de ganso, a la luz de las débiles ascuas, el amor apenas consiste en unas embestidas salvajes, sin roces ni miradas, sin palabras alentadoras, al modo de los osos. Producto de sus encuentros habían visto la luz ocho criaturas, la mitad de las cuales había llegado a cumplir los cinco años. 


Por lo demás la vida trancurre sin sorpresas. De vez en cuando Aidan tiene la oportunidad de sajar la garganta de algún pirata escandinavo que llega para robar el cáliz de la iglesia y a alguna muchacha de pelo de trigo, de vez en cuando se celebra un banquete con otros señores isleños, de vez en cuando organizan sus propias correrías, a la manera nórdica, en la costa. Aidan no sabe si es feliz, no sabe si existe algo más allá de las nubes grises, algo más profundo que la sangre y la carne. Solo sabe lo que le cuenta el párroco cada domingo, y lo que ha intuido, o ha creido intuir, en la forma de las estrellas, en el rugir del mar, en ciertas noches de luna llena.


Pero un día las campanas repican en la iglesia de un modo inusual, casi apasionado, como si pretendiesen prender los duros corazones de los campesinos. El párroco predica ardorosamente, en Roma se ha declarado la guerra santa, soplan aires de cruzada. Los hombres son llamados a recuperar la ciudad santa para la cristiandad, y quien muera en el intento despertará en el reino de Dios. Aidan se siente atraído por la idea, ha oído historias sobre Jerusalén. Ha oido que el pecado no existe allí, ni tampoco la escasez; que sus habitantes son más longevos y felices, que siempre cae en sus rostros la luz de un Sol que nunca se pone, y viven en la región más rica y abundante de la tierra, allí donde Cristo caminó con pies humanos.


Los hombres se reúnen en el patio de armas. Apenas los hay que tengan cota o espada, solo Aidan tiene montura. Se arrodillan para recibir la bendición del párroco, se despiden de sus mujeres. Aidan besa a su esposa en la mejilla, y ella siente por fin algo en sus entrañas, una pena, tristeza que no se atreve a mostrar. La certeza, nueva en ella, de que ama a ese hombre que apenas conoce. Solo acaricia la mano enguantada, y promete cuidar de sus hijos. 

Pasan los meses, y no llegan noticias del mundo a Soay Mor, roca olvidada. Ella mira el mar por las ventanas, el oleaje violento, y calla. Sus hijos crecen rápido, y pasa un año. Las islas han de hacer frente a la acostumbrada incursión de piratas nórdicos, que se encuentran el castillo defendido por mujeres, niños y viejos. La iglesia es incendiada, el párroco asesinado en el altar y el cáliz robado, pero las gentes se salvan, la iglesia puede ser reconstruida. Pasan los meses, ya se ha desesperado de volver a ver a los que partieron, ya todos hablan de ellos como si no estuviesen en el mundo de los vivos. Y una mañana de Verano, entre la niebla, se ve una vela en el horizonte, la misma que se vio partir hace tanto tiempo, tanto que podría haber sido un siglo.


Todos van a recibir a los recién llegados, pero se encuentran con caras desconocidas, rostros morenos y ojos oscuros que hablan una lengua extraña. Solo uno de los que partieron ha vuelto. Aidan baja del bote con un nuevo caballo, estandartes de cruzado, trofeos ganados en Antioquía, en Edessa, en Jerusalén y Ascalón; trozos de coral rojo, arena del desierto, y los ojos de quien ha visto la luz de un nuevo mundo. Y también   una caja de madera de cedro, colgada del pecho. Una caja de cerradura de oro, y llave de plata.


Se celebran misas y fiestas por el regreso del señor, pero él se ausenta de las celebraciones. No acude a la iglesia, y sin embargo actúa como quien ha estado en presencia del mismo Dios. Su mirada ya no queda fija, ya no se pierde en sueños sin forma, ahora ve lo que nadie más es capaz de ver. Las gentes murmuran, Aidan no se separa ni un segundo de la caja, se encierra cuando no puede resistir el deseo de abrirla y acariciar lo que sea que guarde en su interior, y su mujer se duele de un marido que no es el mismo que partió a las cruzadas, un día lejano y maldito. Por fin, un día, se decide a preguntar sobre la caja:


-¿Qué es eso que guardas, que no dejas que nadie más lo vea? ¿Es algo que te avergüence, el recuerdo de una matanza, de una derrota? ¿O es algo valioso, más valioso que yo a tus ojos?


-En esta caja, mujer, traje a Tierra Santa. Traje sus ciudades y sus gentes, traje la arena y el río, la seda y las especias. Traje el aroma y la luz. En esta caja está encerrado el Sol que nunca se pone. Pero no debes abrirla nunca, por ningún motivo, pues solo yo puedo ver su interior, y si alguien más lo hiciese, el mar nos tragaría a todos.


La mujer cree loco a su marido, que perdió la razón en algún campo de batalla, o por el calor asfixiante del desierto. Luego la vence la curiosidad, no desea otra cosa que espiar el contenido de la caja, de ver Tierra Santa, o lo que sea que él crea que se le equipara.

Y una noche de banquete, mientras la cerveza y el licor fluyen a cascadas por las bocas de los invitados, mientras su marido duerme desmayado por la bebida, ella coge la llave de plata, y descuelga del cinto la caja de cedro. Abre la cerradura de oro, acerca la caja al fuego de la chimenea, e ilumina su interior.

En ese momento el oleaje retumba con una fuerza desacostumbrada, y el cielo se vuelve más negro. El mar comienza a inundar los prados y las colinas verdes, sumerge las chozas y la nueva iglesia, y cuando chocan las olas contra los muros del castillo, los invitados al banquete solo tienen tiempo de una aspiración de sorpresa, y Aidan y su mujer tan solo de una última mirada, antes de que todos se hundan en el agua helada.

Y algo sale a flote desde la oscuridad profunda, una caja de cedro, abierta. Y en su interior tan solo un mechón de cabello, un rizo moreno atado con un lazo de seda, y con el olor de un jazmín lejano, en una noche cálida.

1 comentario:

  1. ojala hubiese sobrevivido el islote a la furia del mar como el arca de noé,¿que promesa fue incumplida ?¿fue otra vez el pecado de eva?

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