I am only a fool
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jueves, 15 de diciembre de 2011

Su mirada

La abandoné, y sus ojos me miraron como en una súplica muda, un anhelo lleno de tristeza. “No me dejes, quédate a mi lado”. Pero mis piernas cobardes, más cobardes que mi corazón, ya habían echado a correr, sin pararse a mirar atrás.

La abandoné ese día en algún lugar de la Rusia helada, frente a la muerte rápida y automática de unas balas, y no fue la primera ni la última vez.

La abandoné hace más de dos milenios en la anciana Cartago, en la noche de su apocalipsis de sangre y fuego. En las calles atestadas de cadáveres huíamos al puerto, a la galera que nos esperaba cargada en secreto de oro y mercancías valiosas. Quedamos arrinconados en una plazoleta en llamas, los mercenarios pagados para nuestra protección arrojaron las espadas incrustadas de oro y huyeron a la oscuridad. Se abalanzaron sobre nosotros las lanzas sedientas de nuestros enemigos, y yo solté su mano y corrí para salvarme, y antes de hundirme yo también en las sombras de mi miedo me volví, y sus ojos me miraron como en una súplica muda, un anhelo lleno de tristeza. “No me dejes, quédate a mi lado”. Pero mis piernas cobardes, más cobardes que mi corazón, ya habían echado a correr, sin pararse a mirar atrás.

Desde entonces quedé condenado. Mi castigo es su mirada, que me persigue entre los mundos, en la tenue frontera entre la vida y la muerte. Mi castigo es un mismo momento repetido a través de los siglos, por toda la eternidad.

Durante la persecución de Diocleciano, atrapados en las catacumbas de Roma, tanteábamos la piedra húmeda en busca del pasadizo secreto que nos conduciría al Tíber. A nuestra espalda se oían los gritos de los pretorianos, nos cegaba la luz de las antorchas. Encontré el pasadizo, ya alzaban los cuchillos contra nosotros, y solté su mano y corrí por la escalinata estrecha. Me volví, y sus ojos me miraron como en una súplica muda, un anhelo lleno de tristeza. “No me dejes, quédate a mi lado”. Pero mis piernas cobardes, más cobardes que mi corazón, ya habían echado a correr, sin pararse a mirar atrás.

En la época convulsa en la que el antiguo imperio se desmoronaba, luego en Alejandría, ante la embestida de los jinetes del desierto enardecidos por un nuevo profeta. En los disturbios que sacudieron la corte de los Califas en Madinat al Zahra, en las calles de Jerusalén, cuando la sangre alcanzaba los pies de los caballeros normandos a lomos de sus caballos; en el martirio de la segunda Roma a orillas del Bósforo, robados el oro y la seda, teñidas de un rojo más vivo las columnas de pórfido, siempre solté su mano, me volví, y sus ojos me miraron como en una súplica muda, un anhelo lleno de tristeza. “No me dejes, quédate a mi lado”. Pero mis piernas cobardes, más cobardes que mi corazón, ya habían echado a correr, sin pararse a mirar atrás.

Y así hasta llegar a este momento, este momento que no es uno solo sino una cadena que parte mi existencia en dos, que me separa del paraíso que sería la muerte, la muerte verdadera a su lado, no este ciclo de huidas y miseria. En este momento soy consciente de todo, a través de sus ojos veo todo lo que fue, y yo desearía abrazarla, darle un último aliento de fuego a sus labios mientras cae sobre nosotros la muerte, mientras nos libera de la pesada carga del cuerpo. Pero mis piernas son siempre más cobardes que mi corazón, siempre abandono su mirada, anhelante, como una súplica muda. Siempre elijo tragar el polvo del camino en vez de alzar el vuelo y aspirar el aire libre de mi redención.

Algún día quizás…Algún día…

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