Durante una peregrinación a Roma conocí a un escritor, o uno que intentaba serlo. Era uno de esos hijos de la clase media, estudiante sin preocupaciones financieras, que vivía acomodado en el blando lecho que su familia le proporcionaba. Entre viajes, juergas y solicitudes de becas se permitía, con sus amigos intelectuales, las críticas ácidas contra la sociedad occidental y la economía de mercado, y de vez en cuando todos juntos babeaban frente algún par de piernas enmediadas o un escote que, más que ser sugerente, lo dejaba todo claro. Mientras viajábamos por la Provenza, para matar el tedio, decidimos rivalizar en un concurso de historias breves, y así comenzó la suya:
"Andaba una noche por mi ciudad natal, allá en el Sur, donde todo el mundo se cree un poco poeta, con un amigo. Entramos en un bar, volvíamos de una fiesta y no teníamos todavia ganas de entregarnos al sueño sin sueños del borracho, así que nos sentamos en una mesa pegajosa de aceite y suciedad y nos dedicamos a contemplar en silencio la escena que se desarrollaba a nuestro alrededor.
En la mesa de enfrente dos hombres discutían muy acaloradamente. Habían derramado la cerveza y el vino, que discurrían en forma de riachuelo hasta caer en cascada al suelo. Agitaban los brazos, golpeaban la mesa, casi gritando. Discutían por una mujer a la que los dos habían elegido como musa, pero no por celos sino por las metáforas con las que cada uno la llamaba. Para uno sus labios eran el fuego de una rosa, y sus ojos el vacío oscuro que hay entre las estrellas. Para el otro su pelo eran ondas en un lago de agua negra, y su saliva el jugo ácido de una fresa. "No por Dios", decía uno, "cómo comparas sus ojos con una avellana, acaso vendrán las ardillas a devorarlos. Sus ojos son divinos e intocables, no pueden estar al alcance de una rata arbórea". "Y tú", decía el otro, "cómo afirmas que sus pechos son frutos rellenos de dulce zumo, parece que hables de dos grotescas sandías".
Pronto la discusión se volvió violenta, se levantaron volcando las sillas de madera vieja, agarrándose del cuello de la ropa. El resto de los que estábamos allí mirábamos entre curiosos y preocupados, solo el dueño del bar salió de detrás de la barra a poner orden, pero su voz fue silenciada por los gritos, y fue apartado de un empujón justo antes de que destellasen los cuchillos, dagas de dos palmos de acero.
Ambos forcejearon en un violento remolino, cada uno sujetando la mano del otro, cada uno intentando sacar de un tajo el corazón de su enemigo; se estrellaron contra la mesa, y en los trozos de cristal y cerámica se vieron las primeras perlas rojas. Ahora rodaban por el suelo. Enloquecidos por la lucha brutal ya nada existía, más allá de morir matando, y ya uno ha conseguido, de un mordisco, liberar su mano. Entre los gritos del otro le atraviesa el pecho, brota la sangre como un torrente desbocado, empapa las tablas del suelo. Aún tiene tiempo, herido, de hacer un corte profundo en la cara del asesino, de agarrarlo por las orejas, buscando los ojos desprotegidos. Otro golpe, otro más, hasta que la luces de la lámpara de neón son las únicas que se ven en sus ojos. Nadie habla, alguien grita que se llame a la policía, ya es tarde para eso. Otro pide una ambulancia, que vengan si quieren, no hay remedio para lo que está hecho.
El superviviente deja caer el arma y huye hacia la oscuridad de las calles, nadie trata de impedírselo. En un rincón, sentada en un banco de azulejos, una mujer llora. Recuerdo que pregunté quién era esa mujer que se atrevía a romper el silencio. "Es la causa de la locura de los hombres", contestó el dueño del bar, que había caído cerca de nuestra mesa. "Es por ella por quien discutían". La miré, sus ojos marrones, el pelo negro calléndole en rizos por los hombros, los labios gruesos, el pecho generoso. No vi rosas ni estrellas, no vi un estanque de agua negra ni ardillas ni frutos de dulcísimo zumo. Vi un tintero y un pincel, una hoja en blanco, vacía, en la que cada hombre podría dibujar una imagen distinta, y creer en sus sueños hechos carne. Pero qué dulce locura el ver ángeles de ensoñación brillando tras la fachada ordinaria del mundo cotidiano; que valor el ser capaz de vivir y morir acorde a esos sueños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario