
Maté a la araña,
esa que bajaba en su tela, confiada,
tendida entre los maderos de mi ventana.
Acerqué un libro al cuerpo blando, su atención concentrada
en la muerte que pendía oscura,
sin reflejo, sobre sus ojos de sombra.
La aplasté,
dejé de ella apenas un rastro líquido,
órganos y patas desvencijadas.
Extinguí su sueño, la desperté del lecho del mundo
y ni siquiera pensó,
si pensaba alguna vez,
en toda esa cadena de milagros
que desde la más infinita lejanía del tiempo y el espacio
llevaron a su nacimiento, su vida,
a terminar hoy por mi mano,
igual que por un punto termina una buena historia.
Y sin duda Dios supo lo que iba a ocurrir,
lo vio desde los ojos ignorantes de la araña,
lo sintió a través de mis manos de madera e hilo,
y dejó que ocurriese,
y me dejó a mí frente al cadáver de la araña
pensando, pensando,
qué culpa tenia ella
de mi corazón agotado, de mi pensamiento dormido,
como en coma, como muerto,
y de esa losa que son los momentos perdidos,
la felicidad imposible que se escapa una,
una y otra vez, y de nuevo,
como el agua que fluye de la fuente de la vida,
chorreando entre mis dedos abiertos
como la sangre amarilla de la araña.
Se le escapan del cuerpo los momentos,
desparrama en el Universo su existencia entera.
Le cayó encima el pie del Tiempo,
viejo ciego, bastardo amargado
amigo de la muerte, hermano del fracaso,
padre del Sol poniente y de una Luna enfermiza
que solo alumbra carcasas de soledad.
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